P´Ra y Ptah estaban acercándose
con sus poderosos ejércitos para reunirse en el campamento principal. Por lo
que era el momento oportuno para iniciar el ataque. Si esperábamos más estaríamos
muertos antes de cruzar el río.
Para ser un mercenario sin paga,
mi única posibilidad era saquear el campamento enemigo. Muchos compañeros de
armas estaban en la misma situación pero si todos obtenían alguna recompensa,
el rey reclamaría su parte. El problema es que este señor no es mi monarca.
Las órdenes fueron emboscar el
campamento. Embestir con los carros de combate causando la mayor cantidad de
bajas posibles y desmoralizarlos. Y eso fue exactamente lo que hicimos.
En la confusión perdieron la
compostura, y la cobardía se apoderó del mejor ejército de todos los tiempos.
Algunos de ellos esperaban ayuda divina mientras las flechas atravesaban sus
corazones. Otros corrían desesperados. La escaramuza estuvo muy bien organizada.
Siempre nos superaban en número,
en armas y en disciplina. Pero al parecer sus dioses no eran tan poderosos. Esta
estrategia llenó de furia a sus generales que no se esperaban una emboscada
nocturna. La doble hacha fue más poderosa y Astabi
nos llenó de fuerza el espíritu en la batalla. Hasta que la ambición se apoderó
de la batalla.
Los carros de combate no habían
terminado de ingresar al campamento; y los que lo habían hecho se disponían al
saqueo en lugar de a luchar. Mientras que del otro lado del muro construido con
escudos, nuestros compañeros combatían con mayor dificultad pero con valentía.
No me convenía pelear. En la confusión me escondí en una tienda. Hice
un gran pozo, como si estuviera en las minas de anatolia. Y escondí en él todos
los objetos de valor que pude robar. Con lo que guardé podía vivir hasta el
final de mis días sin tener que extraer más metal azul.
Luego tomé un hacha y decidí
escapar. Mientras atravesaba el campamento vi como los Sherdens protegían la tienda
principal. Pero los egipcios parecían decididos a no rendirse. Por un momento
dudé de si le temen más a su faraón que a nuestros guerreros, y a nosotros sí
que nos temen mucho.
Ramsés reorganizó las defensas
mientras yo intentaba librarme de ellos y escapar. El faraón se colocó la khepresh y con su carro de batalla atravesó la lucha encarnizada.
Dio algunos giros por su campamento, y cuando sus soldados lo pudieron ver al
frente de la defensa sintieron un orgullo que les renovó la fuerza para pelear.
Muwatalli era aguerrido y
despiadado, pero a Ramsés le tenía respeto, así que cuando él también lo vio
defendiendo a sus hombres, ordenó la retirada. Para ese momento era imposible
quitar nuestros carros. Los cadáveres no permitían el paso. Ramsés tendría
venganza…
Se lanzó al ataque acompañado por
su león adiestrado y no dejó a nadie con vida. No me quedó más alternativa que
camuflarme con los muertos a la orilla del río y esperar el desenlace. Al
amanecer el faraón asesinaba de a diez a
los cobardes como castigo por no pelear con dignidad.
Después de que Muwatalli le
ofreciera una tregua se calmó y marchó. Yo salí de la putrefacción de los
cadáveres en el río. Busqué mi tesoro y emprendí mi viaje. Entonces observé
como la arena se teñía de sangre y maldije a Ramsés y su maldito gato.
Rodolfo Gonzalez
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