La Selva

HORACIO QUIROGA EN EL ARTICULADOR




Desde pequeño me ha perseguido la muerte y las tragedias familiares, como niño educado que era, mi mente no encontraba lógica ni razón suficiente para explicar la causa de los atentados a mi inocencia, y no me quedó más remedio que buscar por mis propios medios, una sólida explicación.
La noche era oscura pero estrellada allá por el mil ochocientos noventa y pico, y mientras el pueblo entero soñaba quizás con la modernidad, silenciosamente y envalentonado caminé entre la selva hasta las ruinas de lo que fuera una misión jesuita en medio de la nada, allí me senté a pensar, y a encontrar la forma de invocar a la muerte para exigirle una explicación, pero la noche se alargaba y no había forma de comunicarme con ella. Pasé la noche entera en el lugar y al regresar a mi hogar, una lúgubre voz en mi interior me decía que me fuera lo más lejos que pudiera…
Conservaba el espíritu aventurero a pesar de que me sentía viejo por dentro. La ambigüedad consistía en eso, era joven para tantas cosas y quizás inconscientemente mi viejo espíritu desafiara la muerte con sus caprichosas aventuras; viajé al otro lado del atlántico buscando encontrarme a mí mismo, y lo que encontré no era más de lo que había dejado  en la Banda Oriental, los sueños en torno a las ruinas jesuitas, las historias sobre ellos, mi pasión por la fantasía, y tantas cosas más, entonces volví…
Por un momento la tragedia se disfrazó de paz, llegué a ser adulto por fuera y lo disimulaba muy bien, me bastaba con la educación que tenía, y con la ayuda de nuevas amistades vivía una armoniosa vida en la ciudad. Me dedicaba a lo que me gustaba y ganaba lo suficiente como para poder darme el lujo de tener ocupaciones secundarias. La fotografía me cautivó desde el momento en que observé una por primera vez, me sugirió que por una mágica razón el tiempo podía detenerse y atrapar un instante por el resto de la eternidad, y quizás sentía que a mi agobiado corazón le hacía bien tener imágenes eternas a su antojo.
No fue más que una sutileza del destino la que me llevó casi como una forzada invitación a vivir una nueva aventura, es verdad que esta vez era hasta esta parte del río. Parecía una expedición arqueológica, pero era más una misión cultural, mientras el excelentísimo señor Leopoldo tomaba notas y documentaba cada milímetro de las ruinas, mi misión era fotografiar lo que quedaba de esas ruinas, el más mínimo detalle, los contrastes, las luces y las sombras,  pero en definitiva la expedición era volver a mi pasado, y quizás, enfrentarme a él, repararlo o demostrarle que esta vez, soy el que decide quien se va y quien se queda, quien vive, quien ama y quien crea.
El paisaje me sentó de lo mejor, hizo salir al niño que vivía en mí disfrazado de adulto responsable cumpliendo con sus cotidianas obligaciones, y nuevamente volví a tener deseos de asentarme en la selva. Así fue que al regresar a la ciudad trabajé incansablemente ¿Quién sabe? Si  fue por inspiración, por influencia del viejo Edgar, o influencia de la selva, pero escribí tanto, que la fama de la que gozaba me hizo acreedor de incontables favores, y con ellos, podía cumplir mi deseo de volver a sentir la inocencia del niño que vuelve a la selva.
Al cabo de dos años, tenía los recursos suficientes, por lo que hice los trámites pertinentes y con la ayuda infinita mi buen amigo Vicente conseguí instalarme en una cabaña que me permitía tener contacto suficiente con la naturaleza que me rodeaba y contacto con mi ser interior, como si hubiese hallado la tan anhelada paz.
No era solo una alumna, era la más bella de todas las alumnas de la historia de las alumnas. Era Ligeia, Eleonora y Berenice. Su mirada inocente era sublime, y en sus ojos me veía a mí mismo, pero más joven de lo que realmente era, como si a sus ojos tuviera diez años menos, como verdaderamente me sentía, como un niño frente a una niña, y cuando sus padres se opusieron más eterno fue nuestro amor, más fuerte se sintió el lazo que unía nuestros corazones, y por nada del mundo nos podíamos distanciar, y como si la promesa de amor eterno no hubiese sido suficiente, ella fue la conquistadora en la jungla, la mujer, la amiga y la madre y el excesivo amor en el que vivíamos hizo que mi Ana María diera  a luz a Eglé y con ella… la luz iluminó nuestras vidas.
Así comenzaron a abrirse puertas, me pasaba días enteros escribiendo en mi canoa mientras el río me llevaba donde la corriente le ordenara, me daban nuevos nombramientos y responsabilidades que me servían aún más para alimentar mi imaginación y volver a seguir escribiendo, podía decirse que era un sueño hecho realidad, en la jungla me podía encontrar conmigo mismo, y en la cabaña tenía todo lo que me correspondía por derecho, y como si no fuera suficiente, al año siguiente, mi Darío hizo cerrar el círculo de la felicidad.
Es cierto que había renunciado a dar cátedra, pero no a dejar de enseñar, y cuando los niños tuvieron la edad suficiente, fueron mis mejores alumnos, como su madre. Ambos aprendían con celeridad cuanto le enseñaba, pero lo más importante era que aprendieran a vivir, por lo que Darío supo manejar armas como si fuesen una extensión más de sus manos, navegaba en canoa en contra la corriente como si fuera un topógrafo, nadaba, manejaba motocicletas, y era capaz de vivir como si fuera el recién impreso Lord Greystoke. Eglé por el contrario, era capaz de domesticar animales silvestres en su granja, en la que pasaba horas, y aunque era una frágil niña pequeña, también podía subsistir en la selva por sus propios medios como su hermano menor.
A mi Ana no le gustaba que los niños aprendieran todas estas cosas, quizás esperaba que sean como los otros niños de sociedad, aburridos o viviendo en colegios internados como se estaba poniendo de moda en la capital, pero creo que no fue eso lo que hizo cambiar su comportamiento, quizás esperaba mayor atención. Mientras vivía educando a los niños y escribiendo, pasaba mucho tiempo sin ella, y por su naturaleza dócil, puedo conjeturar que sentía celos, celos de la selva, celos de la vida, celos de mis fotografías, celos enfermizos, como si fuera sano sentir celos…
Cuando todavía era verano, ya no pudo soportarlo más, y en el encierro de la selva, no consiguió más que el sublimado de mis fotos para abandonarnos, bebió lo suficiente como para hacerme sentir la culpa de su decisión, y lo consiguió. Durante ocho días malditos días agonizó en mis brazos y aunque dejé todo para estar a su lado y que ella siguiera al nuestro, no fue suficiente. Mientras en Europa la gente moría en bombarderos, ella en San Ignacio, dejó huérfana a su familia un día miércoles…
Los niños eran muy pequeños todavía, sabían hacer muchas cosas que muchos adultos no podían, pero para estas tragedias no estaban preparados, no tuve la fuerza, ni el valor de enseñarle a mis hijos a que sufran ¿Qué padre podría enseñarle tamaña miseria a sus hijos? ¿Qué padre le enseña a sus hijos sus mismos sufrimientos? ¿Qué padre está preparado para quedarse solo con dos niños tan pequeños?
Luego de un íntimo funeral, llevé a mi Ana al cementerio, y esa noche  recordé todo el dolor, recordé como la muerte seguía rondándome, recordé la impotencia que sentía desde niño, y con la tristeza y la furia que sentía embriagar mi corazón, decidí tomar la escopeta y encaminarme hacia las ruinas en las que todavía quedaba un antiguo altar, y preguntarle a quien sea que rige las vidas de los hombres la causa de mi destino.
Al llegar al lugar en la oscuridad de la noche, la humedad podía respirarse, me sentí cansado, débil pero firme. Disparé mi rifle y de un grito le exigí que se presentara, otro disparo más y otro, hasta que la humedad se fue transformando en niebla, y la niebla se fue transformando en una demoníaca silueta, y la silueta decidió manifestarse…
-¿Qué es lo que quieres con tanta violencia?- preguntó con calma una voz coral desde dentro de la silueta
-Quiero respuestas- le contesté un poco incrédulo, encendió dos luces claras como si pudiese ver a través de ellas y me iluminó de pies a cabeza, luego fijó su luz en mis ojos y respondió -¿Cuál es tu pregunta?-
-No te he preguntado nada, quiero saber ¿Por qué se mueren todos los que me rodean?- y casi me quedé sin aliento. La silueta y sus dos luces cambiaron de color y me respondió con mucha calma y su maldita voz coral -¿No lo recuerdas? Te lo dije hace algunos años, este lugar no es para los hombres, cuando eras un joven te dije que te fueras de esta selva, y cuando lo hiciste, tuviste la oportunidad de tener cosas que otro mortal jamás tuvo, tú eres el responsable, tú fuiste quien renunció a eso para venir a querer enfrentarse a mí- y agregó un fantasmagórico suspiro durante el cual, pude recordar lo que creí haber olvidado hace tiempo, el día en el que sentí con todas las fuerzas de mi corazón que debía dejar la selva, este ser tuvo razón, fui el tonto que se encaprichó en sentirse un niño que no quería crecer, no soy más que un tonto miserable, así que no pude responder más que –Si me voy de aquí, no te acercarás a los niños, ni a mí, o te juro que…- me interrumpió de forma amenazante… -¿O me juras qué?  Vete ya, y no vuelvas, si lo haces… seguiré a tu lado-

Decidí empacar nuestras cosas y nos fuimos a la capital, nos instalamos en la calle “Canning” y comencé nuevamente a escribir como nunca, adquirí más fama, nuevas responsabilidades. Las revistas y diarios de la época me disputaban como si fuese el mejor escritor del Rio de la Plata, y pronto me transformé en una figura pública de las más respetada, conseguí un departamento más grande, y me ofrecieron el puesto de cónsul en el que trabajé algún tiempo. Nuevamente fui parte de la creación de un club de aficionados a las letras, hicimos una obra de teatro, y hasta me contrataron como crítico cinematográfico, eso me dio la idea de escribir un guión, pero todo eso no era suficiente, mi espíritu aventurero decidió volver a la selva…



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