«El puerto»

RELATO_HISTÓRICO_SOBRE_LOS_HITITAS



Luego de atravesar el Sinaí en una caravana, decidieron dejarme en el puerto de Tiamat. El aire del mar le devolvió la vida a mis sentidos y mi espíritu se sintió libre. Por las calles de la ciudad se intercambiaban las culturas y no existían enemigos. Solo eran comerciantes sin nacionalidad. Fenicios, persas, griegos que bebían fraternalmente.

Le vendí unas baratijas de mi bolsa a un sirviente judío y me alcanzó como para sentarme a beber una copa de vino en la feria. Los productos que se comercializaban eran increíbles, nunca había visto un mercado así en Hatti. Se vendían especias que en mi tierra podían encontrarse en forma silvestre, lo que a mi modo de ver era una estafa, pero pagaban muchísimo por estas hierbas. También había telas de lujo que solo usaban los reyes, pero para poder preguntar su valor ya te cobraban.

También ofertaban animales salvajes, bestias colosales a las que nunca me había podido acercar antes. Y animales salvajes que ni siquiera sabía que existían. Tenían leones, jirafas, elefantes, hienas, y unos caballos blancos y negros que no parecían muy útiles para cabalgar, pero al parecer los llevaban por su «belleza».

Mientras bebía mi copa en la feria observaba maravillas. Y también era observado yo. Los esclavos me miraban más que sus señores, me di cuenta de que mi vestimenta quizás no era la apropiada. Llevar despojos de mi ropa hitita podía dar la impresión de que era un desertor o peor que eso, un espía.

Pregunté el valor de unas ropas que me parecieron adecuadas y cuando iba a pagar por ellas el vendedor me preguntó si no iba a regatear. Lo miré asombrado y le respondí con elevada voz que el precio me parecía un disparate, y le exigí que me haga un descuento de inmediato. El buen hombre no supo si reír o sacarme a patadas, pero me cobró menos.

Mi ropa de egipcio me sentaba bien. Incluso reconozco que cambió la forma en que la gente me miraba al pasar. Pero mis facciones no se parecían a la de un egipcio. Sospecho que esto me favorecía, así podían verme como un comerciante más y no correría ningún riesgo.

Decidí poner a prueba mi teoría y caminé por la playa. Los esclavos cuidaban los botes. Los sirvientes cuidaban a los esclavos. Y ambos esperaban por sus amos para volver a sus barcos que se veían a lo lejos. A velas y a remo, grandes y pequeñas barcazas. Me reposé sobre la arena y observaba sus figuras. Algunas eran imponentes, me preguntaba hacia donde se dirigían  o de donde vendrían, y mi imaginación comenzó a mostrarme lugares a los que nunca había ido antes.

En mi imaginación encontré un reino en el que las mujeres van a la guerra y luego beben como hombres. Tenían sus cuerpos fornidos y su cabellera de colores claros. Volvían a sus hogares y cazaban bestias salvajes para asar en sus hogares. Sus hombres y niños las esperaban. Entonces pensé que quizás necesitaba una mujer que caliente mi lecho esa noche y partir en cualquier embarcación que me lleve hacia un lugar en el que pueda disfrutar de mi bolsa.

Me encaminé hacia el mercado a vender mis productos para poder comprar la compañía de una bella mujer, y aprovisionarme a emprender un viaje con rumbo a mi nueva vida.

En el idioma de los egipcios consulté a varios comerciantes donde podría vender las cosas que llevaba en mi bolsa y al mostrar los adornos finos y de oro que llevaba todos cambiaban su mirada y me observaban como si fuera un ladrón. Nadie se atrevía a comprarme. Pero un esclavo me dijo que su amo quizás se interese en algunas cosas de las que llevaba.

Me llevó con él y cuando estaba por venderle todo el oro que llevaba la guardia del faraón vino por mi y me retuvieron mi bolsa y me llevaron a un calabozo apestoso en donde se encontraban algunos judíos sin manos, y varios otros hombres azotados.

En ese momento mi vida comenzó a tomar el rumbo inesperado…

Rodolfo Gonzalez

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