Sacudió las caderas hasta quedar enfrentada a mí. Las miradas del salón la siguieron sin disimulo. Cuando la tuve tan cerca, pude sentir el sabor de sus labios, pero en un amague me susurró al oído, me mostró a mi oponente y acepté la apuesta. Siempre fui el mejor, y si tenía un motivo, era aún mejor.
El ambiente se respiraba denso, pero tenía el pulso firme y mi reputación me protegía. La bola 8 entró con furia en la tronera de la esquina.
Mi premio fue ella. Llevé mi trofeo hasta mi cueva. Mientras viajábamos en la moto, sentí que no llevaba el viento en las velas, pero no le di importancia.
Llegamos, y con el cristal de mi foto de graduación picó el último gramo. Lo que hicimos esa noche hizo que Satanás sintiera vergüenza, ella placer, y yo una tremenda resaca.
Cuando me desperté, el departamento estaba vacío. No tenía ni siquiera mi ropa interior. Comprendí entonces que no siempre es bueno ganar, y que a veces es peligroso ser el mejor.
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