Los que esperábamos nuestra sentencia fuimos trasladados en
una jaula. En nuestra forzosa peregrinación por las calles, las piedras
encontraban un destino en nuestros cuerpos. La gente aborrecía a los
enjaulados, aun cuando no sabían si en verdad eran culpables de algún acto
ilícito.
Mis compañeros de encierro lloraban y se lamentaban de su
suerte; algunos oraban a sus dioses, otros dejaban un chorro de sus propios
fluidos a medida que avanza la jaula. Sabíamos que había muchas posibilidades
de terminar sirviendo como alimento de las fieras salvajes.
Para los hombres el miedo es algo que no pueden controlar.
Pero en mi tierra el miedo es algo que creamos allí en la montaña cada vez que
nuestras madres dan a luz. Y en esta oportunidad mi sentimiento tenía más que
ver con la curiosidad que con la valentía. Un guerrero mira a la muerte a los
ojos antes de dejar caer su hacha, y esta vez debía enfrentarme a ella sin
armas.
Faltaba poco para llegar, mis compañeros de encierro
desesperaban cada vez más. Uno de ellos me pidió que lo ayudara en su viaje al
más allá, pero no le di importancia. Me preparaba espiritualmente para mi
propio viaje. Recordé el día que mis padres me adoptaron. Era un niño inocente
que esperaba encontrar un hogar cálido. En lugar de eso, me llevaron a las
minas donde me hice hombre.
Peleaba con el resto de los hombres por la comida, muchas
veces pasé hambre. Pero llegué a ser fuerte y nunca más se atrevió nadie a
desear mi ración. Cuando me quisieron reclutar como guardia tuve la oportunidad
de escapar y lo hice. Liberé a los más débiles y aunque se hayan muerto en el
intento, valió la pena sacarlos de ese infierno.
No fue difícil convertirme en soldado, con mis músculos bien
desarrollados nadie sospechaba que era un minero fugado. En batalla fui más
poderoso que diez hombres juntos. Pero nunca me vi a mí mismo como uno de
ellos. Siempre supe que yo no pertenecía a ese lugar. Para ellos soy un
renegado. Pero en mi interior soy un vagabundo que aún no consigue encontrar su
lugar.
Mis recuerdos me decían que estaba listo para morir. Podía
enfrentarme a cualquier juicio sin temor. Cuando nos hicieron bajar en la
«morada venerable» algunos de mis compañeros intentaron escapar y murieron en
el intento, quizás fue lo mejor. Pero para alguien que no tiene nada que perder
escapar no es una solución.
Entré atado de pies y manos pero erguido. El guardia habló
con un hombre anciano vestido con lino que llevaba un cetro en su mano. Cuando
terminaron su charla el anciano me miró con desdén y dio su sentencia.
Pasaría el resto de mi vida como esclavo del faraón. Es
curioso como se enorgullecían de sus tratados jurídicos, pero no eran más que
una farsa para justificar su comportamiento salvaje que no se diferenciaba en
nada al resto de los reinos.
Cuando me quisieron obligar a ponerme de rodillas respondí
que prefería morir de pie. Los guardias me golpearon con todas sus fuerzas,
pero conseguí arrancarle el ojo a uno de ellos antes de caer desmayado.
Rodolfo Gonzalez
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