«La cueva»

HISTORIA_DE_LA:ANTIGÜEDAD_EGIPTO



Durante todo el trayecto por el desierto caminamos atados en fila. El hombre que venía delante no paraba de hablar, y de maldecir. A cada paso se quejaba de su futuro, como si lamentarse le quitara el dolor que le esperaba. Quizás el sol le hacía delirar, su piel oscura se estaba tornando colorada, parecía númida. Se le veía de complexión fuerte y en sus ojos podía observarse un fuego que podía incinerar al faraón y todo su séquito.

Hablaba como si lo hiciera con alguien. En su «conversación» mencionaba verdes prados, un rio de agua fresca y su familia. Las lágrimas que acudieron a sus ojos no le quitaron su dignidad. Detrás de cada huella que lo hacía alejarse de su hogar y de su familia me demostraba que era un dolor que yo desconocía.

Luego de un día completo de marcha nos hicieron detenernos para descansar. Los guardias estaban exhaustos, pero había algo que los alarmaba. Uno de ellos comenzó a cortar las cuerdas de los que ya habían muerto o estaban por hacerlo. El númida se sentó en la arena y me dirigió una mirada a los ojos para ver mi reacción. No me preocupaba él, pensaba en que algo estaba por ocurrir y no sabía lo que era.

Sentí una brisa extraña y al girar a observar el horizonte pude ver que una tormenta de arena se aproximaba. Volví a cruzar la mirada con el númida y al adivinar sus pensamientos le hice un gesto de desaprobación. Durante mi niñez había escuchado que existía en la tierra un sentimiento que todo lo puede, y creo que ese sentimiento es el que poseía  a mi compañero de cuerda en ese momento.
La tormenta llegó como si en verdad fuera un castigo de los dioses. Los guardias protegían a las bestias con sus cargas y a los condenados nos dejaron atados esperando que la muerte nos encuentre en la confusión. Sabía que no era mi momento aún, pero escapar  en la tormenta no era una opción muy inteligente; los hombres del faraón conocen bien el desierto, o por lo menos mejor que el númida y yo.

Pero el númida era fuerte, decidido, y experto en nudos. Cuando se desató del resto y no lo hizo de mí dudé de sus intenciones, pero empezamos a correr sin que ningún guardia lo notara. La falta de aire, y la excesiva arena hicieron que pronto nos abandonara el deseo de escapar, pero no nos detuvimos. Desafiamos la furia de los dioses con la poca fuerza que nos quedaba. Nuestros pasos se hundían en la arena y cuando uno de nosotros caía arrastraba al otro. La carrera no podía llegar a un final, pero quizás un fin nos podía encontrar.

No era lo que esperaba, pero entre morir en manos de los guardias y hacerlo por voluntad de los dioses, me pareció más digno enfrentarme a una divinidad que hacerlo con otro mortal. Y aunque el desierto era un arma mortal durante las tormentas, también había una posibilidad infinita que apareció en ese momento.

Sin darnos cuenta, una gruta nos encontró a nosotros. Entramos y pudimos volver a respirar. Nos tumbamos extenuados en el suelo por un largo rato. El númida sonreía, y me hizo sonreír a mí también. Tan pronto como recuperamos el aire nos desatamos el uno del otro y mientras me acerqué a la entrada mi compañero se adentró en la cueva.

Miraba para ambos lados, no creía que los guardias nos podían encontrar, pero era mejor estar atento. A veces miraba para adentro a ver si mi compañero de escape había encontrado algo, pero solo observaba una especie de reflejo en las rocas, como si algo se moviera.

El silencio desaparecía con cada silbido agudo que el viento del desierto soplaba sobre la piedra de la cueva. La luz poca luz que entraba no era suficiente para ver más allá de algunos pasos, y mi compañero tardaba demasiado en regresar. No podía dejar de hacer guardia en la entrada para ir tras él. Quizás debía esperar que la tormenta  cesara. Pero un soldado nunca deja un compañero atrás.

Busqué unas rocas medianas y las acomodé en la entrada como para que hicieran ruido si alguien atravesaba la entrada y decidí ir en su búsqueda. Pero antes de terminar de la trampa, escuché como caían rocas desde adentro de la cueva, y sentí temblar el suelo. Ningún hombre que haya escapado de la furia del faraón merece morir en vano, y mientras depende de mi propia fuerza mucho menos. Entonces tomé lo que quedaba de cuerdas y me apuré al rescate.

Ningún dios mortal o inmortal puede torcer mi destino.

Rodolfo González



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