El sol abrasador del desierto
tenía el poder de hacerle perder la compostura a cualquier hombre, pero luego
de lo que había vivido no tenía miedo de la hinchazón. Nadie me encontraría a
tiempo como para hacerme la trepanación, y mucho menos siendo un plebeyo, un
desertor, o un traidor, depende de quién me juzgue.
No podía mirar hacia atrás. Si
volvía del otro lado del Orontes me atraparían y me castigarían de la peor
manera antes de matarme. No podía aspirar ni siquiera a esclavo. Para Hatti un
desertor es peor que una plaga. Y eso no se perdona.
El enemigo fue una mejor opción.
Tomé rumbo hacia el delta. Es preferible ser un extraño que un traidor. Pero
debo encontrar un mercado donde vender estas posesiones. Es demasiado peso para
atravesar las arenas de Amón.
Siempre fui un hombre fuerte.
Gracias a eso sobreviví en las minas, los otros pobres desgraciados estaban
condenados a no volver la luz del sol. El día que escapé me confundieron con
uno de los guardias por mi contextura musculosa. Y eso es lo que mantiene vivo,
mi fuerza.
Mi padre decía que debía aprender
más acerca de la fe y no lo consiguió. Pero
cuando miro hacia adelante y lo único que encuentro es arena y sol, recuerdo
sus palabras y en efecto creo que debería tener alguna deidad a la que apelar
en estos casos. Estas arenas tienen un dueño sobre la tierra y otro en lugar
sagrado. No pienso en detenerme, solo dudo de la forma de llegar.
Luego de varias horas de caminar,
creo que mis pensamientos avanzaron más de lo que mis pasos lo han hecho. Entonces me dejé caer y de rodillas le dije
–Seas quien seas, sí me permites llegar sabré agradecértelo…- pero nadie
respondió, quizás todos los dioses que abundan en este infierno sean solo
cuentos para asustar a los niños.
Intenté ponerme de pie para
continuar y ayudándome con mis manos conseguí dar unos pasos más. Me pareció
escuchar un graznido. Pero el sol no me permitía ver. Me pareció que mis
fuerzas habían llegado a su fin, y volví a caer. Necesitaba descansar, solo
eso, un poco de descanso. Si la furia del faraón no se llevó mi vida, el
desierto tampoco lo iba a conseguir.
Y caí casi extenuado, así como
cuando uno no sabe si está despierto o dormido, como cuando el vino empieza a
subirse a la cabeza y recorre nuestra sangre. Al parecer, me estaba llegando al
corazón, y en ese estado no podía distinguir la realidad de la alucinación.
Solo sé que sentí como me sujetaban y me llevaron volando a un lecho de espuma
celestial, como si estuviese recostado en una nube y atravesara con mi mano
para recoger el agua antes de que lloviera.
Cuando desperté, había un hombre
a mi lado que me dio de beber su agua y
me contó que me habían rescatado de la furia de Ra. Cuando vio la preocupación en
mi mirada me dijo que me calmara, que nadie me había robado. -Tus pertenencias
están a salvo- dijo –vamos hacia el puerto, te dejaremos ahí en la corona roja-
Me daba vergüenza que me llevaran
como un enfermo. Siempre me pude movilizar por mis propios medios. Nunca tuve
ayuda de nadie pero sabía ser agradecido, así fue como al despedirme de la
caravana, le di al hombre que salvó mi vida el más valioso de los objetos que le
había robado a Ramsés. Y me dispuse a construir una nueva vida, ya no tenía que
escapar más.
Rodolfo Gonzalez
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