Los horarios del ómnibus son confusos para mi metabolismo. Incluso podría ir navegando y vivir una aventura, pero siento que podría perderme en ella y no prestar la atención necesaria a mi misión.
Quizás manejar sea la mejor opción.
El viaje de ida no me tomaría más de cinco horas, con las paradas recomendadas. Debo preparar mis cosas y el Falcon.
En mi equipaje, solo lo necesario. Ningún lastre de más.
Prefiero viajar ligero, pero el equipo completo ya es bastante pesado, y mi misión lo amerita.
Tengo que estar bien preparado…
Mis colegas en la ciudad me informan sobre los sucesos, incluso los que no salen en los noticieros.
En mi destino, puedo encontrarme con lo peor de la sociedad.
La ciudad es conocida como la más sucia del país. La más corrupta.
Allí, distintas bandas se disputan el control: la banda de los monos, de los enanos y de los monos enanos travestis.
Entre ellos se disputan el negocio de las apuestas clandestinas, la venta de estupefacientes, el robo, los secuestros… y hasta el ringraje.
Desde las prisiones, a pesar de ser penitenciarías federales, continúan manejando a sus bandas.
Donde los jueces no pueden, no deben, o no quieren actuar. Muchos están comprados.
Incluso los fiscales pertenecen a alguna banda.
No solo el Poder Judicial, también el Congreso provincial: ahí, sus representantes obstruyen leyes, intercambian favores por papelitos de colores que guardan por un rato en el bolsillo, hasta que otra banda decide poner una bomba en la casa familiar de estos miserables corruptos.
Así se mueve la ciudad…
Los kioscos ya no venden golosinas a los niños: ahora venden sustancias alucinógenas que ayudan a destruirla más rápido.
Y es una ciudad emblema nacional, donde se redactó la constitución, y cerca de ahí se izó por primera vez la bandera.
Me rehúso a creer que en ese entonces las cosas se hacían como hoy. No creo que los próceres presentaran la bandera diciendo que les “pintó el bajón”.
Es una vergüenza. Pero hacia ese infierno me dirijo… a cumplir mi misión.
La ruta no es difícil. Voy de la manera más discreta, sin llamar la atención.
Hago una parada para cargar combustible y descargar fluidos.
En la estación de servicio, la simpatía de la gente del interior me advirtió sobre los peligros por delante.
Pero no sabían de mi preparación, de mi logística, de mis informantes secretos, ni de mi equipo especializado.
Gente inocente…
Sin inmutarme, actué como un verdadero citadino y continué.
Ya en los suburbios, las construcciones precarias y las inundaciones activaron mis instintos…
Mis sentidos se incendiaron.
El tránsito se detenía. Al costado de la ruta, los autos recalentados generaban nubes de vapor.
Los ómnibus hacían temblar el asfalto. La policía caminera detenía a cada sospechoso.
Pero las bandas pirañas actuaban igual.
Los autos detenidos eran asaltados.
Camuflado entre el embotellamiento, que parecía armado por la propia policía —como si fueran cómplices— decidí aguantar la situación.
Si venían por mí, estaba listo.
Porque “yo soy toro en mi rodeo y torazo en rodeo ajeno”.
Luego de salir de ese humillante embotellamiento, avancé unas cuadras.
Llegué a mi destino.
A cumplir mi misión.
Me puse la camiseta, el sombrero de pico, me pinté la cara y…
¡A alentar al campeón!
¡Olé, olé olé olé, olé, olé olá, olé, olé, olé, cada día te quiero má!