🌕Hacía muchísimo calor y me desperté de una terrible pesadilla. Me olvidé de todo, puse mi mente en blanco y me fui a trabajar. El trabajo siempre ayuda a olvidar las miserias diarias.
Me aseguré de estar bien equipado, como todas las noches. Me subí al Falcon, y mientras manejaba por el asfalto ardiente de la ciudad, comenzó a oscurecer.
Por el espejo retrovisor, vi cómo salía la luna llena por el horizonte. No parecía un buen presagio.
Mis sentidos se encendieron, mis instintos se incendiaron.
Nuevamente, la noche comenzaba con un sabor extraño…
Al llegar a la delegación, mis compañeros me observaban inquisitivamente, aunque todos saludaron con la camaradería habitual.
En el vestuario, el comisario me llamó con un sordo grito. Inmediatamente me puse de pie, acomodé la corbata, la gorra y me presenté en su oficina.
Pasé sin golpear. Otra vez, la mirada inquisidora.
Con un ademán me invitó a sentarme y, sin introducción, me dijo que la corrupción había llegado al destacamento.
Había un topo, un soplón que filtraba información a los de Asuntos Internos.
Mi deber: investigarlo, identificarlo y neutralizarlo.
Me puse de pie con náuseas. Me avergonzaba tener un compañero así.
Porque “yo primero sembré trigo, después hice un corral, corté adobe pa un tapial…”
¿Y este iba a ser un camarada? No. Era un gusano.
Me senté en el centro del salón, los observé disimuladamente, cerré los ojos, escuché sus conversaciones, uno por uno…
Estaba Moreno de Tránsito. Lo seguí discretamente.
Descubrí que manejaba a los piratas del asfalto. Todos los robos a camiones autorizados por él.
Fotografié todo. Lo tenía.
Regresando al Falcon, vi unos cacos tratando de abrir un auto. A la vuelta, Salguero, el jefe de calle, vigilaba. Era el encargado del robo automotor.
Nadie podía levantar un vehículo sin su porcentaje.
Doblé discretamente en el boulevard. Las chicas me reconocieron.
Se acercó la Yoli:
—Ya le pagamos a Romero, el jefe de patrulla —me dijo.
Resultó ser el encargado de la prostitución. Grabé la conversación.
Encendí un cigarrillo, seguí manejando, razonando, recordando.
En la colectora de la autopista, había picadas y apuestas ilegales.
Desde el otro lado, vi a Rivero, de la división motos, recolectando su parte.
Fotografié sin flash, me escondí en el Falcon.
Volvía la voz del comisario a mi mente:
“Encuentre al topo…”
Pasé por la plaza principal. Un verdadero supermercado de estupefacientes.
Éxtasis, cocaína, marihuana, paco, LSD, viagra y buscapina.
Cerré las ventanillas, me saqué el uniforme, me puse anteojos oscuros, me arranqué una manga y me camuflé entre los clientes.
No me decidía, así que llamaron al capo: apareció Benítez, el de la fotocopiadora.
Encargado del narcomenudeo.
Me reconoció, me regaló un paco y dos genioles. Nos despedimos.
Volví al Falcon. La voz del comisario insistía. Las náuseas seguían. Las ganas de disparar mi arma, también.
Llegué a la delegación. Me lavé la cara con agua fría.
La frase seguía:
“Encuentre al topo…”
En el baño, en completo silencio, sonó la alarma del banco.
Vi a la telefonista apretar un cronómetro.
Cinco minutos exactos después, avisó por frecuencia.
El subcomisario era el que administraba los robos a comercios en sociedad con la telefonista.
Salí. Encendí otro cigarrillo. Fui al patio, a mirar la luna.
Cargaban la camioneta del comisario con objetos robados de allanamientos.
Se me acercó Banegas, el nuevo.
Me hizo una señal para que viera la carga. Entendí todo.
Desenfundé como Ramón Falcón. Le volé la cabeza.
Escondí el cuerpo. Amaneció.
Llegaron los de Asuntos Internos. Se llevaron al de la limpieza detenido...