
Él la amó con la devoción de un girasol que persigue el sol. Su amor era una ofrenda diaria, un ritual de poemas susurrados en su piel y desayunos en la cama. Para Lucas, el mundo era un tapiz de emociones puras, y Lía, el hilo de oro que lo había tejido por completo. La veía como la musa de sus versos, la heroína de una novela que solo él podía escribir, una mujer de risa cristalina y ojos que prometían amaneceres.
Lía, sin embargo, era un mar picado, un abismo de aguas turbulentas que reflejaba un cielo que no le pertenecía. Pretendiendo ser una víctima de sucesos que ella misma había creado. Vivía en la certeza de que el mundo era una transacción, una serie de intercambios donde cada sonrisa tenía un precio y cada caricia, una deuda. Usaba sus labios para obtener favores si discriminar a quien se los pidiera. Sus valores no eran brújulas, sino anclas lanzadas en aguas revueltas; se aferraba a la supervivencia, a la gratificación instantánea, y no a la paz del puerto. Aceptaba los poemas de Lucas como si fueran una moneda más en su cofre, una muestra de poder sobre un corazón que se le había entregado sin pedir nada a cambio.
Lucas le construyó un jardín de promesas, un santuario de fidelidad y ternura. Lía lo habitaba, sí, pero con la conciencia de una intrusa, siempre a punto de derribar los muros. Cuando Lucas hablaba de futuro, de una vida juntos, ella asentía con la misma facilidad con la que mentía sobre dónde había pasado la noche. Sus manos se entrelazaban con las de él, pero en su mente tejía planes de escape, de nuevas conquistas, de vidas paralelas que solo ella conocía.
Su amor era una danza macabra. Él la idealizaba, y ella se complacía en la idealización. Él le ofrecía su alma, y ella le tomaba la mano. Lucas no veía las fisuras en la máscara de Lía; solo percibía la belleza en la superficie. Y ella agotaba sus herramientas más del arsenal de manipulación. Veía su silencio como misterio, cuando era la ausencia de verdad.
Hasta que la tempestad se desató. Los secretos de Lía, como barcos varados, comenzaron a emerger. No fue un gran estruendo, sino un goteo lento, una serie de pequeñas traiciones que, al sumarse, formaron un diluvio. Lucas, con su corazón de girasol, se encontró de repente sin sol que perseguir. Vio que la mujer que amaba no era el hilo de oro que tejía su mundo, sino el hilo de una madeja que había usado para atraparlo y aparentar frente los ojos de los que ella quería ser juzgada.
En el final, no hubo gritos, ni reproches. Solo un silencio pesado, el que se asienta en un jardín después de que un huracán ha arrancado todas las flores. Lucas, con el alma hecha pedazos, se dio cuenta de que no había amado a Lía, sino a un fantasma que él mismo había creado. Y Lía, sola en el caos que había sembrado, no sintió arrepentimiento. Solo percibió un vacío, una fugaz sensación de que, quizás, había roto algo. Y ese fue su único momento en el que pudo aprender a valorar lo mejor de su vida, pero no lo consiguió.
Siguió consagrada a las amistades falsas, a su amigo borracho, el ignorante, la que le encajaba hijos a su marido y todos los deshechos sociales que pudieran festejar cada una de las maldades que ella podía contarles con orgullo
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