Encendí el televisor para escuchar las noticias mientras desayunaba. El noticiero advirtió que no sería un día común, que no sería fácil. Así que necesitaba estar firme, con todas mis energías.
Bebí un poco de leche con avena y ralladura de hierro.
Lustré mis zapatos hasta ver mis agudizados ojos reflejados en ellos.
Al hacer el nudo de la corbata, noté que comenzaba a oscurecer.
Estaba preparado, alimenté a mi fiel compañero, encendí el auto, y mientras esperaba que el motor calentara, dije mi oración diaria. Arranqué.
Mientras manejaba, mi mente estaba sensible… me puse a recordar y pensar…
“Es zonzo el cristiano macho cuando el amor lo domina…”, decía José. Y pensé:
Ya es difícil ser uno mismo… y más difícil aún ser parte de una institución tan cuestionada y seguir siéndolo.
¿Habré dejado de ser… para convertirme?
A veces me gusta creer que me convierto. Cada vez que me pongo el uniforme, siento que soy la mejor versión de mí, con más fuerza.
Como aquella noche fría y oscura, donde hasta la luna estaba prófuga, más aún con aquel apagón generalizada que paralizaba las actividades de la ciudad.
Por las calles, solo se veía oscuridad, y de vez en cuando, cuando las ópticas del Falcon me lo permitían, alguien corriendo con alguna caja gigante, otros golpeando a las prostitutas de la estación y quizás algo de sangre que brotaba detrás de algún desafilado cuchillo .
El deber me llamaba. No había tiempo para esas nimiedades. Aceleré hacia la delegación.
Unas cuadras antes, escuché sirenas. Intenté modular por radio, pero la sintonía estaba muerta.
Mis nervios se incendiaron, y mis sentidos se encendieron. Al llegar, vi a la delegación con luces de emergencia, en silencio...
Sentí una presencia maligna. Crucé el portal, tomé mi arma reglamentaria y avancé sigilosamente para defender mi posición.
A medida que me adentraba, sentía una respiración algo confusa. La luz era tenue, solo veía una sombra que se reflejaba en forma ascendente y descente.
Abrí la puerta de golpe… y en la oficina del comisario, encontré personal civil.
Era Sheila, acomodándose la falda para continuar con su trabajo. El comisario no estaba, pero me ofreció un descuento porque no había conseguido quitarse las herpes.
Tomé la billetera, pero me advirtió que no aceptaba tarjeta.
Nos despedimos como buenos amigos: un gran abrazo, una palmada en las nalgas y un puño chocando.
Busqué el termo para unos mates, pero el escritorio del comisario estaba cerrado con llave. Por suerte, me quedaba un cigarrillo.
Fui a fumar al patio, y otra vez, mis sentidos agudos me alertaron de una nueva presencia.
Desenfundé, cuerpo a tierra, como en mis días de academia. Recorrí en silencio los pasillos. Nadie iba a tomar esta fortaleza mientras yo respirara.
En el calabozo, encontré un masculino sentado en una silla. Parecía desmayado. Lo desperté como se despiertan los hombres:
Un golpe seco a mano abierta.
Comenzó a llorar. Otro golpe. Y otro. Y otro más.
Conmigo iba a confesar. Mientras más lloraba, más lo hacía hablar... o sangrar.
De pronto, volvió la luz. Se acabó el apagón. Vi el piso lleno de manchas de sangre, pero aún no tenía mi confesión.
Le di una última que me hizo arder la mano.
En ese instante llegaron mis compañeros. El cornudo de Sánchez traía el trofeo del campeonato interjurisdiccional.
Sepa el diablo cómo llegó a capitán del equipo…
Me distraje un segundo. El masculino intentó escapar. De una corrida, se abrazó al comisario.
Todos desenfundamos a la vez. El comisario se emocionó… y también lo abrazó.
Resultó ser su hijo, que estaba de visita, luego de diez años sin verse.
Hecho ya todo un hombre… alto, fornido, prolijo como su padre y con algunas recientes heridas.
Seguramente su orgullo. El futuro de la fuerza.
Lo que todo comisario desea: un hijo que se convierta en el alumno que vence al maestro.
El comisario que sigue su rumbo en la política
Pero si no me interrumpían…
Seguro confesaba sus verdaderas intenciones.