lunes, 26 de agosto de 2019

Fierro, El crimen del pizarrón cuadriculado






📏Después de varios días pude calmar el insomnio, por fin había descansado lo suficiente. Estaba de muy buen humor, y parecía que sería otra noche tranquila. Pero, como no podía ser de otra forma, camino a la jefatura, me modularon un 33-12.

Respondí inmediatamente, pedí la ubicación y acudí al lugar. Era un edificio de departamentos de esos que sorteaban en los años mozos de mi abuelo. Subí al segundo piso por una escalera húmeda con paso firme y pesado.

Busqué la puerta, golpeé. No obtuve respuesta. Se oía el ruido de los televisores de todo el piso, pero detrás de esa puerta, ningún sonido. La luz del palier titiló, y luego… todo quedó a oscuras y en silencio. Como en una película de suspenso.

Mis sentidos se encendieron. Mis instintos se incendiaron.
Tomé mi arma reglamentaria, me preparé para entrar en combate, como en aquellos días de guerra, ese día frío de mucho viento en el desembarco de… bueno, eso es otra historia.

Quité el seguro, agudicé el oído. Se oía un suspiro mezclado con gemido.
Una patada. Otra. Tres. Derribé la puerta.

Irrumpí en la estancia. A la luz de la penumbra, vi a un masculino en el piso, haciendo un gesto obsceno y exhalando su último suspiro.

Corrí por las habitaciones, registré el lugar. No había nadie más. Volví al living, me persigné y elevé una plegaria.

En ese instante, volvió la corriente eléctrica. Un viento diabólico sacudió las cortinas. Las puertas y ventanas se cerraron de golpe.

El masculino llevaba un saco a cuadros. A su lado, una mancha de sangre fresca.
Me puse los guantes. Un escalofrío me recorrió la médula. Revisé sus bolsillos: sin identificación. Solo un llavero con una llave y un colgante con el símbolo “+”.

Miré el reloj de la chimenea: decorado con un señor de rulos sacando la lengua. Las agujas detenidas a las 22:01. Como en las películas policiales, ya tengo la hora de la muerte.

En una pared, un pizarrón gigante. Olor a tiza impregnando el aire. En él, una fórmula:

(x + a)(z + b) = + (a + b)x + ab

En la pared de enfrente, una biblioteca con títulos varios:
Lógica, Matemáticas, Sexo Tétrico, Sexo Tántrico, Sexo y Tríos.

Me acerqué al cuerpo. Aroma a alcohol y frutillas. Probablemente daiquiri.

Aproximadamente 80 kilos, 1.75 m de estatura.
Anteojos con aumento fuerte. Le desabroché la camisa: sin signos de violencia.
Bajé sus pantalones. Sus paños menores.
Nada fuera de lugar… salvo un tatuaje del símbolo “π” en la nalga izquierda, por la ubicación sería negativo.

Me senté en su escritorio. Revisé los papeles: todos con números. Claramente, esa era una obsesión.

Busqué en los cajones. Encontré un cuaderno a rayas, sin uso. El único sin escribir. El resto: cuadriculados y llenos.

En la habitación, una cama de dos plazas. Deshecha. Sábanas a cuadros, revueltas.
Con luz ultravioleta, no encontré rastros.
Abrí el placard: trajes iguales, todos a cuadros, corbatas a cuadros, pantalones a cuadros.

Revisé los bolsillos. Vacíos.
Hasta que apareció lo que me faltaba: el maletín de cuero a cuadros, con hebilla cruzada.

Adentro, más cuadernos cuadriculados, más libros.
Y la clave: una hebilla que decía “Profesor de Matemáticas”.

Entonces recordé las palabras de Don Miguel:

“Solo queda al desgraciao lamentar el bien perdido…”

Y lo entendí todo.

El misterio estaba resuelto. El hombre era un profesor de matemáticas.

Eso era todo lo que necesitaba.
Ya podía elaborar mi hipótesis: el cuerpo en el piso, la sangre, el silencio, los cuadros…
El profesor de matemáticas murió en un ajuste de cuentas

…o quizás murió porque tenía demasiados problemas.