La gente me observaba con tristeza, y a mí me embargó la pena. Llegué a la construcción más grande del poblado y pedí hospitalidad con una gran sonrisa, pero solo obtuve alaridos hostiles en un idioma desconocido. Alarmado, continué mi camino.
Durante horas caminé sin entender nada. Las mujeres lavaban sus harapos en un riachuelo, los hombres estaban semidesnudos y presumían sus presas de caza, golpeándose el pecho. Sospeché una competencia ritual por demostrar su destreza. Miré el cielo e imaginé mi futuro en un entorno así: mezcla de dolor y asco. Empecé a correr hacia lo más salvaje de la selva.
Por momentos sentía que me acechaban; escuchaba sonidos nuevos y la ansiedad me dominaba. Descubrí que grandes felinos me rodeaban, con melena, garras respetables y mirada felina: era su cena. Avancé lentamente, hasta que una manda de gacelas se interpuso, salvándome.
Con las piernas temblorosas, dejé que mi cuerpo desfalleciera. Una avioneta pasó cerca, rumbo al sol. Con renovada energía corrí hacia el aeródromo, tomé la nave y empecé a pilotear. Tras horas volando, unos aviones verdes ruidosos se acercaron. En la radio escuché llamadas en otro idioma, luego disparos al despegar. Perdí aire en las llantas y, tras atravesar una nube de humo, tuve que forzar el aterrizaje.
Estrellé la avioneta en una calle en ruinas en medio de un tiroteo. Corrí y me refugié en la única edificación que quedaba en pie, me dormí agotado, con un calor sofocante. Al despertar, estaba atado y amordazado, pero un baldazo de agua me revivió. Observé que unos felinos hubiesen sido más piadosos.
Mis músculos se retorcían, salía humo, y no entendía qué querían de mí. Mandé un cordial saludo a todas las mujeres de la familia del hombre armado. Uno de ellos se comunicó conmigo en mi idioma, explicó mi situación y todos se rieron. Me dieron agua y me dejaron ir. Al salir, el calor me cegó; entonces aparecieron nuevos disparos, quedé sin sombra, y me derrumbé. Miré al cielo e imaginé un futuro triste, violento y abrasador. No podía vivir allí. Me fui al muelle olvidado, robé una embarcación y partí sin rumbo, brújula o carta de navegación.
Dormí varios días en el mar, con la boca reseca. Una señorita rubia, de belleza angelical, me despertó con delicadeza. Nuestros idiomas no coincidían, pero ella usó señas y logramos comunicarnos. Me llevó a una cabaña junto al mar, donde las liebres correteaban y parecía un cuento de hadas. No temí a ninguna bruja, porque, según ella, ya habían sido quemadas siglos atrás.
Pasamos varios días aprendiendo trozos de su idioma, por las mañanas yo recogía leña y ella amasaba queso de cabra con harina y servía vino. Me decía que eso me hacía fuerte y grande, aunque no comprendía muy bien. Por las tardes, ella recogía flores, lavaba ropa en un arroyo y tejía en la cabaña. Aquella noche tranquila, los lobos aullaban, el frío sugería abrigo… ella tenía frío, y me pidió calentar su lecho. Me encontré con su piel suave, su aliento dulce y su cabello dorado. La química, la física y la fisiología hicieron lo suyo. El encuentro fue magnífico, y ella prometió amor eterno.
Por momentos, el lugar parecía perfecto: armonía, belleza, paz. Sin embargo, mi búsqueda continuaba. A la mañana siguiente dejé una carta, tomé mi bagayo y partí.
Caminé horas hasta encontré unas vías de ferrocarril y las seguí hacia el este, recordando cada instante vivido: el bosque y la cabaña eran lo mejor, pero tenía que continuar. Llegué a un poblado antiguo, la estación estaba arruinada. Solo dos personas esperaban: una al oeste, otra al este. Mi intuición me mandó al sol, así que salté al vagón, escapando del guarda.
El paisaje cambió: vegetación diversa, fauna nueva, montañas, aves multicolores junto a mi ventana. Abajo, manadas de equinos y criaturas acuáticas. Hasta un elefante apareció cerca de las vías. El viaje en tren fue de lo más maravilloso, y me entristeció bajar.
Continué a pie hasta un lugar cálido, húmedo, con gente pequeña y hospitalaria, aunque recelosa. Me acerqué, solo escuché onomatopeyas. Ellos me guiaron hasta una edificación escalonada. No conté bien los escalones por la confusión...
Dentro, un niño susurró onomatopeyas, otros aplaudieron, y me ataron a una caña de bambú, transportándome entre cánticos. Me sentí tranquilo pese al riesgo. De pronto apareció un mono gigante, y corrieron aterrorizados, dejándome caer. El mono resultó simpático, me dio sopa en lugar de comerme, luego me cargó. Así continuamos el viaje: yo como equipaje.
Entre lianas y ramas cruzamos la selva, emocionante y peligrosa, hasta llegar a un clan de seres similares. Un golpe en la espalda me sorprendió: habíamos llegado. Me examinaron, olfatearon, y descubrí que una hembra de ojos lindos me había adoptado. Me dejó en una rama con comida, y me dio palmadas en la cabeza como muestra de afecto.
Los días fueron tranquilos. Me adapté a llevar vida de primate: nadar, descansar en copas de árboles, esperar alimentos, dormir en hamaca con la paz de jungla.
Aunque me integré a la perfección, no pertenecía del todo y eso me preocupaba.
Un día corrimos alertados por un sonido ensordecedor. Un macho de mi clan se abrió el pecho y derramó su sangre para que los otros pudieran escapar, aunque ninguno lo consiguió. La humanidad me rescató otra vez, me curaron en un hospital improvisado, donde reflexioné sobre cuál sociedad le hacía bien a un hombre que busca su destino
Recordé mi hogar en el bosque con la hembra humana, y decidí regresar. El viaje de vuelta fue breve, imaginé todo lo que haría. Al llegar, vi niños jugando, aroma de pan recién horneado, puertas abiertas... hasta que ella apareció con un montañés barbudo con escopeta. Al preguntarle por su promesa, me dijo que aún me amaba, pero que ahora pertenecía al otro. Me sentí estafado, defraudado, sin esperanza, y sin lugar en el mundo.