Durante todo el trayecto por el
desierto caminamos atados en fila. El hombre que venía delante no paraba de
hablar, y de maldecir. A cada paso se quejaba de su futuro, como si lamentarse
le quitara el dolor que le esperaba. Quizás el sol le hacía delirar, su piel
oscura se estaba tornando colorada, parecía númida. Se le veía de complexión
fuerte y en sus ojos podía observarse un fuego que podía incinerar al faraón y
todo su séquito.
Hablaba como si lo hiciera con
alguien. En su «conversación»
mencionaba verdes prados, un rio de agua fresca y su familia. Las lágrimas que
acudieron a sus ojos no le quitaron su dignidad. Detrás de cada huella que lo
hacía alejarse de su hogar y de su familia me demostraba que era un dolor que
yo desconocía.
Luego de un día completo de
marcha nos hicieron detenernos para descansar. Los guardias estaban exhaustos,
pero había algo que los alarmaba. Uno de ellos comenzó a cortar las cuerdas de
los que ya habían muerto o estaban por hacerlo. El númida se sentó en la arena
y me dirigió una mirada a los ojos para ver mi reacción. No me preocupaba él, pensaba
en que algo estaba por ocurrir y no sabía lo que era.
Sentí una brisa extraña y al
girar a observar el horizonte pude ver que una tormenta de arena se aproximaba.
Volví a cruzar la mirada con el númida y al adivinar sus pensamientos le hice un
gesto de desaprobación. Durante mi niñez había escuchado que existía en la tierra
un sentimiento que todo lo puede, y creo que ese sentimiento es el que poseía a mi compañero de cuerda en ese momento.
La tormenta llegó como si en
verdad fuera un castigo de los dioses. Los guardias protegían a las bestias con
sus cargas y a los condenados nos dejaron atados esperando que la muerte nos
encuentre en la confusión. Sabía que no era mi momento aún, pero escapar en la tormenta no era una opción muy
inteligente; los hombres del faraón conocen bien el desierto, o por lo menos
mejor que el númida y yo.
Pero el númida era fuerte,
decidido, y experto en nudos. Cuando se desató del resto y no lo hizo de mí
dudé de sus intenciones, pero empezamos a correr sin que ningún guardia lo
notara. La falta de aire, y la excesiva arena hicieron que pronto nos
abandonara el deseo de escapar, pero no nos detuvimos. Desafiamos la furia de
los dioses con la poca fuerza que nos quedaba. Nuestros pasos se hundían en la
arena y cuando uno de nosotros caía arrastraba al otro. La carrera no podía
llegar a un final, pero quizás un fin nos podía encontrar.
No era lo que esperaba, pero
entre morir en manos de los guardias y hacerlo por voluntad de los dioses, me
pareció más digno enfrentarme a una divinidad que hacerlo con otro mortal. Y aunque
el desierto era un arma mortal durante las tormentas, también había una
posibilidad infinita que apareció en ese momento.
Sin darnos cuenta, una gruta nos
encontró a nosotros. Entramos y pudimos volver a respirar. Nos tumbamos
extenuados en el suelo por un largo rato. El númida sonreía, y me hizo sonreír
a mí también. Tan pronto como recuperamos el aire nos desatamos el uno del otro
y mientras me acerqué a la entrada mi compañero se adentró en la cueva.
Miraba para ambos lados, no creía
que los guardias nos podían encontrar, pero era mejor estar atento. A veces
miraba para adentro a ver si mi compañero de escape había encontrado algo, pero
solo observaba una especie de reflejo en las rocas, como si algo se moviera.
El silencio desaparecía con cada
silbido agudo que el viento del desierto soplaba sobre la piedra de la cueva. La
luz poca luz que entraba no era suficiente para ver más allá de algunos pasos,
y mi compañero tardaba demasiado en regresar. No podía dejar de hacer guardia
en la entrada para ir tras él. Quizás debía esperar que la tormenta cesara. Pero un soldado nunca deja un compañero
atrás.
Busqué unas rocas medianas y las
acomodé en la entrada como para que hicieran ruido si alguien atravesaba la entrada
y decidí ir en su búsqueda. Pero antes de terminar de la trampa, escuché como
caían rocas desde adentro de la cueva, y sentí temblar el suelo. Ningún hombre
que haya escapado de la furia del faraón merece morir en vano, y mientras
depende de mi propia fuerza mucho menos. Entonces tomé lo que quedaba de
cuerdas y me apuré al rescate.
Ningún dios mortal o inmortal
puede torcer mi destino.
Rodolfo González
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