«No hay nadie que antes de entregar el alma no eche de menos
tres cosas:
no haber podido gozar
por completo lo que había ganado durante su vida,
no haber podido alcanzar
lo que había esperado con constancia,
y no haber podido
realizar un proyecto largamente pensado»
Las mil y una noches.
Al poco de finalizar la «gran guerra», no le gustaba estar bajo
la «tutela» de los británicos. Para
alguien nacido en la histórica «medialuna
fértil» esta posibilidad no tenía razón de ser. Pero necesitaba algodón
para continuar con sus negocios, y los nuevos tratados comerciales, no eran
nada favorables. Por suerte para él, encontró otra Mesopotamia al otro lado del
mundo, y como le habían recomendado… muy rica en algodón. Preparó su equipaje y
se embarcó, cruzó el atlántico y se liberó de las tensiones de su nación, el
aire del mar era en verdad terapéutico. Al llegar a América cambió de barco, y
se adentró por un frondoso río de agua color marrón. Nunca había visto un
espectáculo así, la vegetación comenzó a invadir el paisaje, y el hombre se
sintió un aventurero. Desembarcó bien adentro. Y se presentó en un pueblito
olvidado por el tiempo.
«El turco», como lo apodaron los lugareños, se hospedó en una
estancia. Y hasta allí acudían como si fueran peregrinos los habitantes de la
región. Le llevaban regalos como si fueran ofrendas para sobornar al
extranjero. Le llevaban comidas, postres, productos artesanales, como telas y
quesos de cabra. De esta manera, «el
turco» comenzó a sentirse querido por la gente, pero la cosecha tardaba y al
pobre hombre le pesaba la soledad y la necesidad de una compañía femenina.
Como suele hacerse en estos
parajes, el fin de semana se organizaban festines. Un asado con cuero, mucho
chamamé, y baile. Pero como tenían un invitado especial decidieron hacer una especie de celebración para agasajarlo en
el salón de la estancia. El hombre apareció vestido con atuendos autóctonos.
Colgó las túnicas y turbantes y andaba
de alpargatas, bombacha de gaucho, camiseta blanca y pañuelo al cuello. En un
principio fue muy festejado por los concurrentes, hasta recibió un gran aplauso
generalizado, y entre baile, asado y ajetreo al hombre se le empezó a notar que
en su entrepierna se manifestaba la necesidad de estar con una mujer. Algunas
se avergonzaron, otras más picaronas murmuraban entre ellas, y la muchachada de
inmediato recordó que el pobre hombre estaba solo, y como dice en las sagradas
escrituras: «No es bueno que el hombre
esté solo…»
Para resolver la situación alguien
dijo de llamar a una prostituta, pero en el poblado nadie ejercía la profesión…
Para ir a buscar alguna a la ciudad necesitaban de dos o tres días a caballo, y
decidieron buscar alguna voluntaria. Luego se les ocurrió hacer un sorteo entre
las solteras, pero las pocas que quedaban, ya estaban negociadas para casarse,
lo que suponía un obstáculo… Nadie quiso hacerle el favor, ni tampoco poner en
duda el honor de ninguna muchacha.
Al dueño de la estancia, Don
Fulgencio. Se le vino a la mente pedir ayuda, pero no tan lejos. Cruzando el «río muerto» se encontraba la tribu de
los «qom» o «Tobas», como eran conocidos. Ensilló unos caballos y partió con
unos peones de confianza, no era mucho el trayecto, solo unas cuantas leguas.
Por lo que al cabo de unas horas el estanciero pidió tener un encuentro con el
«lataxala», que administraba la
tribu. Le ofreció maíz, batatas, porotos, vacas y todo lo que se le vino a la
mente, pero el cacique se ofendió y no quiso acceder.
Cuando emprendió la vuelta, creía
que si no mantenía a su huésped contento, este quizás se canse y decida
marcharse, no podía dejar pasar la oportunidad de concretar este negocio. Por
lo que en su frustración de volver sin ayuda, se le vino a la mente una idea
asombrosa… «La Teresita».
Como su nombre lo indica, había
nacido el primer día de octubre, y sus padres que eran fervientes católicos, la llamaron Teresita. La
niña se crió en un ambiente muy riguroso, pero tenía un problema que nadie pudo
resolver. Sufría delo que ellos llamaron «Fiebre
vaginal», ya que para esa época, nadie hablaba de este tipo de trastornos.
«La Teresita» tenía un récord, desde que se hizo señorita a los
once años, había tenido relaciones con los hijos de todos los vecinos. Luego con
sus padres, con algunas niñas, y hasta
el párroco dejó colgada la sotana por unos minutos. Algunos vecinos aseguraban que en varias oportunidades a la niña
la encontraron viéndole la cara a dios con algunos animales. Las malas lenguas
decían que cuando no encontraba ningún ser vivo se calmaba usando las cañas de
pescar, porque sus manos eran muy delgadas y los dedos ya no los sentía. En la
pulpería murmuraban que se compraba barras de jabón y les daba la forma. Pero
todos aseguraban que alguien lo había visto, y nadie sostuvo haberlo visto.
Sus padres no soportaban la
vergüenza y trataban de que por lo menos nadie contara las aventuras de su
hija, pero cuando la noticia no pudo
taparse más, y antes de asesinar a la niña, buscaron soluciones. Primero fueron
a ver al herrero, y este les fabricó un arnés para la zona del pubis con un
candado, pero hacía mucho ruido, y se oxidaba muy rápido, por lo que la nena se
lastimaba la entrepierna. Como esto funcionaba a medias hablaron con el cura y la exorcizaron, pero tampoco dio resultados
positivos. Y como no funcionaba nada, la llevaron con Grismilda, «la
curandera». Esta le lavaba esa zona con vinagre y sal, luego le hacía
meterse hojas de ruda mezcladas con limón, y para cuando el deseo fuera
irrefrenable tenía que ponerse un algodón impregnado con un brebaje de hojas de
quebracho, y demás «remedios»
caseros.
Cuando nada pudo curar su mal, la
solución definitiva fue llevarla a una cabaña alejada, bien adentro del monte,
donde nunca más fue nadie del pueblo.
Sus padres no soportaron la
vergüenza, vendieron lo que tenían y se marcharon a la capital. «La Teresita» se
quedó cuatro años viviendo sola. Un tío lejano le llevaba algunos víveres una
vez por semana. Y así fue como en su soledad, se convirtió en mujer.
Hasta allí fue la gente del pueblo
a buscarla. Cuando iban llegando, vieron cómo se alejaba un paisano al que
nadie conocía, y «la Teresita» los recibió con algo de desprecio. Todavía les
guardaba rencor por el destierro. Tras escuchar el pedido de sus antiguos
vecinos amantes, ella pidió algo a
cambio, que la dejaran volver a vivir en el pueblo, una cabaña amplia, y que le
llevaran alimentos de por vida.
Los vecinos pensaron que si
aceptaban «el turco» podía hacerse
cargo de las demandas de «la Teresita»,
así que no dudaron en acceder a sus demandas. Después de todo, el pueblo
necesitaba tener contento al hombre…
La subieron al caballo, pasaron
por la farmacia a comprar una barra de jabón y fueron a prepararla. La lavaron
bien en las zonas que necesitaban, la perfumaron, la vistieron como si fuera
una muñeca y la llevaron a la habitación donde «el
turco» no esperaba tener semejante regalo.
Cuando la puerta de la habitación
se abrió, «la Teresita» dio un paso
sin dudas y sin miedos, el hombre mostró una sonrisa libidinosa debajo de sus
bigotes y se abalanzó sobre ella. Por un momento «La Teresita» se dejó llevar, pero el hombre se movía con mucha
brutalidad, y lo que parecía que iba a ser placentero, se estaba tornando
doloroso.
Para ser honestos, aún con sus «inocentes» quince años, «la Teresita» tenía más experiencia que
«el turco», así fue que le hizo creer
que él tenía el control, y al cabo de unos minutos, el tiempo que aguantó la
necesidad, se manifestó sorpresivamente. Y con un quejido muy agudo, el hombre
quedó al fin se liberó. «La Teresita» aprovechó la situación para tomar las riendas.
Ató al hombre por las muñecas al respaldo de la cama, y recorriendo suavemente
su cuerpo con unos besos apasionados, también lo ató de los tobillos. Y así pudo
dejar descargar la fiebre que la recorría por dentro.
Empezó haciendo volver en sí la
parte que más necesitaba. Con ayuda de un poco de saliva y sus labios gruesos,
no tardó en conseguirlo. Luego descargó con excesiva pasión la lujuria que estuvo
acumulado durante tanto tiempo en la soledad del monte, por un lado o por el
otro conseguió que el hombre la poseyera, de frente y de espaldas, de rodillas
o en cuclillas, y cuando «el turco» estaba
por estallar, ella cambiaba de posición. Llegó un momento que el hombre ya no
entendía más nada y se encontraba embriagado y extasiado de tanto ajetreo. Así
rendido, ella lo levantó y lo ató de una viga que cruzaba la habitación y
continuó abusando de él, pero esta vez de pie, hasta que llegó la luz del sol.
Los vecinos escuchaban raros
sonidos provenientes de la habitación y creían que se trataba de palabras en árabe, nadie imaginaba que un
hombre pudiera gemir tanto, y durante tantas horas, pero de pronto, los que aún
estaban despiertos observaron como «la Teresita»
bajó las escaleras y pidió mate y pan con chicharrones para desayunar.
Poco a poco comenzaron a
despertarse y nadie se atrevió a preguntarle cómo había pasado la velada. Se vivió un desayuno con extrema tensión. El
mate se hacía largo en cada ronda, y el pan con chicharrón, no acababa de ser
digerido, de pronto, los peones se miraban entre ellos y miraban a «la Teresita ». Las mujeres notaban que
la piel de ella presentaba un color rosado y sonrieron con picardía.
Fulgencio, que era el dueño de la
estancia, decidió romper el silencio:
-Nadie ha dicho buenos días…-
Y como un coro, todos lo dijeron
a la vez, excepto Teresita que dijo:
-Buenos días, y mejor noche, ya
tengo que terminar el desayuno, dejé al hombre esperando para seguir-
Los que estaban escuchando se
alarmaron de inmediato, pero Fulgencio, adelantándose, le pidió que se acostara
y descansara… -En seguida me ocupo de llevarle el desayuno al patrón, usted
descanse algo mujer, ya seguirán con la suyo más tarde…-
Fulgencio le pidió a doña Rosa,
su mujer, que le llevara el desayuno al pobre hombre –Debe estar agotado
después de la noche que se pasó con «la
Teresita», llévale el desayuno, que recupere algo de energía…- y sonrió
picaronamente.
Cuando doña Rosa golpeó la puerta
de la habitación, no entendió la respuesta del hombre, pero supuso que estaba
despierto y entró, cuando lo vio desnudo atado a la viga gritó y tiró la
bandeja, por lo tanto, en escasos
segundos todos acudieron en su ayuda. Al ver la situación, Don Fulgencio hizo
salir a todos los que se presentaron en la habitación, y empezó a desatar al
hombre. Lo observaba con asombro, nunca había visto a ningún hombre con tantas
marcas de uñas, ni tan lastimado. Cuando lo sentó se puso los anteojos y
observó con atención el morado miembro
varonil, con marcas de dientes y colgando como si fuera una fruta pudriéndose en
la rama de árbol…
«El turco» durmió casi todo el día, y al anochecer cuando abrió los
ojos ya estaba enamorado, «la Teresita»
le ablandó el corazón y no podía pensar en otra cosa, de inmediato la mandó a
llamar, y las noches se hicieron cada vez más fogosas y más largas, «el turco» encontró la felicidad en la
llanura chaqueña.
El tiempo pasó apresurado y para
el momento de la cosecha «el turco»
había perdido unos notables quince kilos, la ropa le quedaba holgada, y hasta los
bigotes le quedaron grandes. «La
Teresita» también era feliz, parecía que la vida le concedió una segunda
oportunidad y que su «problema» a los
ojos de su hombre era su mayor cualidad.
Pero en poco tiempo, sucedió lo
inevitable… A «la Teresita» le
crecieron los pechos y las caderas, estaba en la dulce espera... El pueblo
entero festejó la noticia, aunque resultara imposible de creer, la gente se
contentaba porque de alguna u otra manera, «el
turco» era ahora el responsable de los actos de su esposa. Creyeron que se
la llevaría a algún país árabe.
«El turco» hizo los arreglos para mandar el algodón, primero en
tren a la capital y luego en barco hasta el golfo pérsico. Luego se ocupó de
comprar pasajes de barco para él y «la
Teresita», y cuando tuvo todo listo volvió al pueblo a buscar a su mujer y
prepararse para el viaje.
En «su» idioma, esa mezcla de castellano con árabe, intentaron ponerse
de acuerdo, pero según los cálculos, el retoño iba a nacer en alta mar, por lo
que ella le suplicó que esperaran al nacimiento para partir. Le pidió y rogó
que no la hiciera parir en el mar, le daba miedo. Pero «el turco» no estaba muy convencido de la idea. «La Teresita» se encargó de convencerlo
esa misma noche, y bien convencido quedó.
Don Fulgencio consiguió vender la cosecha de algodón al empresario, los
peones cobraron su salario, saldaron sus deudas y organizaron un festejo; había
resultado un año próspero. Con lo recaudado, Fulgencio invirtió más para la
próxima cosecha, compró un camión y les regaló un rico buey viejo que ya no iba
a llegar al próximo año, para asar en el festejo. Esa noche bebieron, y
comieron como si fuera su última noche, incluido «el turco» que ya casi no recordaba su religión…
Esa misma noche, mientras la
gente del pequeño pueblo descansaba luego de la gran fiesta, muy sigilosamente llegó
la venganza. El cacique se sintió herido
en su orgullo, y el rencor lo llevó a tomar medidas drásticas. No era
solo por la ofensa, otro motivo lo impulsaba…
Defendidos por la oscuridad entraron
en la estancia, atacando con violencia a todo lo que se movía, pero los peones de
Fulgencio eran diestros con sus facones, y gracias al «taita» y a pesar de haber bebido la última gota de la última
damajuana, ninguno encontró se encontró
con la parca. Los tobas eran muchos más que los peones, pero poco a poco
comenzaron a replegarse, y cuando el último de ellos logró montar su caballo,
desaparecieron por el monte.
Todo pasó muy rápido, aún reinaba
la confusión. Fulgencio calmó a su gente, que no paraba de quejarse. Los peones
que estaban afuera le avisaron que no se habían robado nada, Fulgencio parecía
confundido ordenó a Doña Rosa que atendiera a los heridos y el resto decidió
hacer guardia hasta el amanecer. Pero el día a estaba clareando y no faltaba
mucho para el desayuno, así que cuando terminó de poner vendas, Doña Rosa fue a
llevarle el desayuno a «la Teresita» y
cuando «el turco» abrió la puerta,
Doña Rosa lo entendió todo.
Cuando el cacique y sus hombres
llegaron a lo más profundo del monte, las mujeres esperaban su llegada con una
gran hoguera. Bajaron a «la Teresita»
y la llevaron frente al «lataxala» y
este notó el embarazo, se enojó y profirió palabras como «iatedewa» «chivaxaic» «yasaqaget», con la rabia que tenía nadie
entendía las palabras que salían de su boca, lo mejor que entendieron fue que
la prendan fuego, que la intercambien o que se lleven esa mujer que se acuesta
con todos.
El «pio'oxonak» intervino, habló a la multitud y les explicó que dentro de la «chivaxaic»,
había una alma fuerte, no es bueno quemarla, ni matarla. Les recomendó que la
dejen en sus manos. Él sabía solucionar la situación, así que le hizo unas
pintadas en su cuerpo, y la llevó caminando por el monte en la oscuridad hasta
que «la Teresita» se encontró caminando sola.
En este pueblo
no se conocían muchas cosas, entre ellas la furia de «el turco». Fulgencio no
sabía como calmarlo, y el hombre creía que «Alá» lo había castigado por beber
vino… el pobre gritaba, lloraba, maldecía todo junto, aunque nadie entendiera
lo que él decía. Las paredes temblaban con cada grito del árabe, y todos entendieron
que necesitaba ir tras su mujer, quizás hasta quería venganza.
Los hombres y
algunas mujeres se ofrecieron como voluntarios, ensillaron los caballos, se
armaron todo lo que pudieron y después de rezar un «Padre nuestro»
partieron hacia el monte, cruzaron el «rio muerto» y esperaban
encontrarse pronto con la tribu, pero no encontraron ni rastros. Los tobas se
habían escapado cubriendo sus huellas. Los hombres de Fulgencio y «el turco» no
se dieron por vencidos con facilidad se adentraron más y más, hasta que
oscureció, no podían continuar la búsqueda en la noche así que acamparon.
Fulgencio le explicó al pobre hombre que por algo le llamaban «el
impenetrable» a ese bosque, así que les convenía dejar marcas y volver para
que no vuelvan a atacar la estancia.
En el regreso
pasaron por una cabaña perdida, en la que aún se veía lo que quedaba de una
hoguera, y decidieron acercarse. Dentro de la cabaña se escuchó el ruido de los
caballos y Grismilda salió a recibir a los hombres de Fulgencio con un farol en
la mano. Al tener al hombre en frente le explicó:
-La gente del
bosque no quiere mujeres embarazadas, no necesitan más bocas para alimentar,
pero ustedes le robaron la mujer que atendía a todos los hombres de la tribu,
eso no se le hace a los vecinos- todos se miraban entre ellos, pero «el turco»
no entendía una sola palabra, entonces la mujer siguió…
-Me la dejaron
acá cerca, llévense a la pobre niña, está sana, pero no le hicieron nada, ya
falta poco para que nazca la criatura, si quieren tráiganla a parir, parece que
no está en buena posición-
La futura
madre subió llorando al caballo con «el turco» que le agradeció a la
mujer por las palabras que no había entendido. Fulgencio le tiró varias monedas
y como los caballos estaban nerviosos, galoparon por el monte con la esperanza
de que la estancia estuviera como la habían dejado.
Encontraron todo en su lugar, y
por unos meses más hubo paz. Hasta el día en que «la Teresita» tuvo contracciones, el parto era inminente. Ella le
pidió que fuera a buscar a Grismilda, «la curandera», pero «el turco» le entendió al revés y la llevó a ella hasta la cabaña
de Grismilda.
Al sentir los caballos que se
aproximaban, Grismilda salió a recibir a los visitantes con una gallina
degollada en una mano y una pequeña hacha en la otra. Le preguntaron si podía
asistir el parto, y a cambio, ella pidió una yunta de gallos colorados y una
yarará viva. «El turco» mandó a uno
de los peones a que fuera por el mandado, y la curandera suspendió el ritual
que estaba haciendo, para comenzar el trabajo de parto.
Desde que había vuelto de la
cueva de Salamanca, Grismilda no era la misma, pero aún sin tener iris en
ninguno de sus ojos, su vista era mejor que la de un lince. Le dio una infusión
de hierbas a la futura madre y tras hacer un poco de fuerza, se sentó al pie de
la cama y comenzó a cantar. El ritmo de su canción se fue acelerando a la vez
que los quejidos de «la Teresita», la
curandera interrumpí su canto lanzando eructos largos y ruidosos, con un sonido
vacío hasta que en un momento el establo quedó en silencio y un llanto al fin
calmó la ansiedad del futuro padre que esperaba afuera.
«El turco» apuró el paso y se hizo presente en el establo donde
estaba pariendo su mujer. La curandera
ya tenía al bebé envuelto en una piel de taguá. Al observar la situación, el
hombre pareció enternecerse, miraba sus rosadas manos, contaba sus diminutos
dedos, estudiaba sus facciones, y al ver que era normal, se pudo tranquilizar. Entonces
miró a su mujer que yacía casi desmayada, pero Grismilda pudo presentir lo que
se acercaba y decidió dejarlos a solas. Lanzando un último eructo vacío, el
piso de madera resonaba tras el pesado pasos de la curandera que se alejaba.
Con la poca fuerza que le quedaba, «La Teresita» le pidió que le diera la
nena en brazos. «El turco» comenzó a
inyectarse en furia, sus ojos se pusieron colorados de rabia, le quitó la piel
que la envolvía y al ver que era una niña comenzó a gritar en árabe, la arrojó
en un balde con sangre del ritual que habían interrumpido, salió corriendo, montó
el caballo y desapareció sin decir nada.
Grismilda recibió sus gallos
colorados y su yarará, se sentó en su mecedora y preguntó si podía quedarse con
el cuerpo de la mujer y de la guacha; nadie le respondió. Los caballos galoparon
alejándose, y una sonrisa diabólica se dibujó en los labios de la curandera.
Dentro del establo se escuchaban
los gritos desgarradores de «la Teresita».
No se supo si lloraba por perder su familia o por el ritual que Grismilda estaba
practicando. Lo que sí es cierto es que largas horas continuó ahogando su dolor,
y cuando la noche sin luna había oscurecido la llanura, el súbito silencio se
apoderó del lugar como si hubiese sido la orden del propio «Mandinga».
Grismilda se quedó en su silla
mecedora durante varias horas fumando de su pipa. En el monte no se escuchaban
ni los animales salvajes. Pero ella estaba acostumbrada a las noches en soledad
en el medio de la nada. Entonces cuando su pipa la llevó a conseguir la
conexión con el espíritu del monte, se puso de pie y caminó hacia el establo.
Sin encender el farol, tomó una
cuerda, sujetó de pies y manos a «la Teresita» y la arrastró hasta el frente de
su casa, luego la ató a la rama de un árbol y encendió una hoguera. Volvió al
establo y regresó con el balde ensangrentado y retiró al bebé, volvió a
envolverlo con la piel de taguá y lo dejó entre las hojas del suelo, luego
avivó las llamas con más leñas, y se sentó el suelo con el balde lleno de
sangre, le agregó algunas hierbas, y mientras revolvía la mezcla dijo algunas
palabras ininteligibles durante un largo rato. Las llamas de la hoguera
llegaron a la altura de una persona, y la mezcla en el balde estaba terminada.
Grismilda se puso de pie, arrojó el contenido del balde en el fuego, y luego
escupió sobre la mezcla.
Ya estaba clareando el día cuando
el fuego se apagó y una densa niebla se presentó en el monte, Grismilda entró
en su morada y se volvieron a escuchar unos eructos vacíos, luego de un rato
cambió los eructos por un ronquido violento hasta que el gallo decidió
despertarla anunciando de forma tardía la mañana.
Al abrir la puerta, Grismilda se
dio cuenta de que la había visitado el «pio'oxonak», la niebla había desaparecido y en lugar de «la Teresita» había varias
bolsas de arpillera con granos de «oltañi» y «avagha», así era
como la tribu toba llamaba al maíz y a los porotos, decidió entrar las bolsas a
su casa, y luego se sentó en la mecedora con el mate. Mientras cebaba no le
quitaba la vista al bebé ensangrentado envuelto en la piel, apoyado sobre las
hojas. Debajo de una fina lluvia, mientras se escuchaba un pequeño llanto.
Grismilda dudó
un momento, se había puesto nerviosa. La humedad le hacía hinchar sus pies, y
se irritaba más fácilmente. Con un movimiento brusco se puso de pie, y fue por
la pequeña, la entró en su hogar, y la alimentó con un poco de leche. De
inmediato cesó el llanto, y también la lluvia. «La curandera» observó
detenidamente a la pequeña, y decidió quedársela momentáneamente, la niña había
salvado su vida…
«El turco»
subió al barco en la capital y decidió dejar el pasado en su lugar, pero los
días se sucedían y el mar no le daba la calma que sintió cuando había partido
de su hogar el año anterior. Su familia ya había recibido suficiente algodón
para satisfacer a los comerciantes de medio oriente. Y en su corazón sentía un
vacío. En la estancia había aprendido que «Es zonzo en el cristiano macho
cuando el amor lo domina» y de inmediato lo comprendió. Estaba en verdad enamorado,
y su fe no era tan fuerte. Decidió emprender la vuelta y buscar a su mujer.
Lo dejaron en
un bote en la inmensidad del mar, y comenzó a remar. Gracias a la corriente
marina no debió hacer un gran esfuerzo. Al amanecer del día siguiente un barco
de gran eslora pasó a su lado y fue «rescatado». Con la esperanza que invadía
su corazón, podía verse la figura de su mujer en sus ojos.
Los marineros
no podían creer la historia que «el turco» les contaba, más de uno se
emocionó hasta las lágrimas, hasta el capitán… Al anochecer del siguiente día,
podían divisar la luz del faro, así que el hombre se impacientaba y los nervios
lo carcomían, entonces el capitán le dio de beber unas copas, y el hombre se
negó, pero bebió algunos sorbos.
Al amanecer se
despidió de sus nuevos amigos, y se encaminó hacia el monte, a la estancia de
Fulgencio. Navegó nuevamente el rio Paraná, y le dio unas monedas al barquero
para que apurara el viaje, así que ahorraron la mitad del tiempo en llegar. Se
llevó el mejor caballo de «la posta» y
en unas horas se presentó nuevamente ante Doña Rosa, le dio un abrazo que la
levantó del suelo, y Fulgencio se alegró de verlo nuevamente.
Los peones
salieron a recibirlo, todos estaban contentos. Amagaron con abrir una
damajuana, pero «el turco» no quiso saber nada de ponerse a beber.
Cuando habían salido todos en la estancia, el hombre preguntó por su mujer, los
hombres se miraron entre ellos, y nadie se animaba a decir nada. El silencio
sepulcral pareció eterno en ese momento, pero Fulgencio fue el encargado de
explicarle…
-«La
Teresita» no ha vuelto… desde el día en que nació la «gurisa» que
nadie la ha visto… perdóneme turco… no sé que decirle…-
Una sensación
indescriptible recorrió al pobre hombre, la culpa lo carcomía y la rabia lo
hacía temblar. «El turco» ya no era el dueño de sus actos. Golpeaba con
furia la madera de la tranquera, y sus manos ensangrentadas salpicaban a los
presentes, que de inmediato se le abalanzaron y lo sujetaron tratando de que se
calme. Doña Rosa le preparó una infusión que el hombre bebió a la fuerza. Así
por fin lo durmieron.
Mientras «el
turco» dormía, Don Fulgencio mandó a uno de sus peones a la cabaña de
Grismilda a que averigüe lo que pudiera de «la Teresita»…
-«Chicho»
a «la curandera» ahora mismo, si las encuentras… las traes…-
Chicho salió
al galope y no tardó en llegar a la cabaña de Grismilda. Dejó su caballo y golpeó
sus manos como para avisar que estaba esperando un recibimiento, pero nadie
abrió la puerta. Fulgencio eligió que Chicho fuera el encargado de la misión
porque lo conocía muy bien, sabía que era el hombre más insistente que tenía,
por eso mismo fue que Chicho escondió el caballo en el monte y esperó en
silencio el regreso de «la curandera».
Luego de unas
horas, la anciana llegaba con pesados pasos, arrastraba unas bolsas con flores,
hierbas y raíces que recogía en el monte, se le notaba que le faltaba el aire
para llegar. Chicho pensó que la situación era ventajosa para él, y se encaminó
a cruzarle el paso. Tomó sus bolsas y la ayudó a llegar a su puerta, entonces
la interrogó sobre la mujer y la niña, pero Grismilda le advirtió:
-Lo último que
supe es que se fue con la tribu del monte, hace unos días ya, seguramente las
habrán sacrificado…-
Lanzó su
eructo característico y entró en su hogar, sacó a la niña de una de las bolsas
y la dejó con su piel de taguá, en el suelo. Entonces la niña quiso llorar y
cuando lo hizo, un trueno escondió su llanto de los oídos de Chicho. El cielo se
oscureció de pronto, y una tormenta descargó su furia en el monte.
Chicho
atravesó la furia de la tormenta al galope. Las ramas de los árboles se le
venían encima y varias veces tuvo que usar su destreza de jinete para no caer
de la montura. El viento arrancó de raíz los troncos y arbustos, parecía una
tormenta del demonio, pero al llegar a la estancia, Doña Rosa lo esperaba con
mates bien calientes, entonces se emponchó como para abrigarse un poco, y dijo con
un tono agitado:
-Las tienen
los tobas…-
Grismilda tuvo
una visión, en ella pudo ver que aquél hombre de bigotes que llegaba con arena
de oriente había vuelto a reclamar lo que a su entender le correspondía, pero
la visión era confusa. El hombre tiene posibilidades de éxito pero no por
completo, había algo entre ellos que no estaba bien, entonces llevó su mirada a
la niña, y comprendió que era esta pequeña criatura quien llevaba el poder de
decidir el futuro de su familia. Por primera vez en su vida «la curandera»
sintió miedo.
Necesitaba
deshacerse de la niña, pero no podía dejarla en un lugar donde la encontraran. Pensó
en llevarla lo más lejos que pudiera y entregarla a alguien que nunca más fuera
a encontrarse con ella. Viajar con la niña era engorroso y lento, necesitaba
algún viajero que quisiera llevársela lejos, quizás venderla era otra opción. «La
curandera» tenía como nunca antes, y no pudo hacer otra cosa, más que
cargar su carreta y emprender el viaje hacia el norte, escapando del hombre de
oriente, y de los indios tobas.
En la
estancia, «el turco» se había despertado tranquilo y decidido. Cargó el
sulky con escopetas, machetes y hachas, preparó tres caballos y se dispuso a
partir para buscar a «la Teresita».
Fulgencio no lo dudó, además de su relación de comerciante, le había tomado
cariño al hombre, y se unió a la expedición con sus peones.
Llegaron hasta
la orilla de lo que se denomina «el impenetrable» y «el turco»
detuvo la marcha, tomó un hacha y comenzó a golpear con furia sobre el tronco
de un árbol. El resto de los hombres se quedaron viéndolo, y miraban a
Fulgencio esperando sus palabras. Él también se asombró, pero pensó que «el
turco» quizás necesitaba descargar su furia. Desmontó con tranquilidad y le
ordenó a sus hombres que ajusten sus monturas, y que le ceben unos mates.
Se acercó
hasta «el turco» con el mate en su mano y le explicó que ese árbol se
llama quebracho, justamente porque quiebra las hachas. «El turco» comenzó a
reír rieron juntos un buen rato. Cuando
se calmaron Fulgencio le explicó que no hacía falta talar el bosque. Los tobas
podían escuchar los golpes y escapar, será más conveniente usar el cobijo de
los árboles para camuflarse y agarrarlos por sorpresa.
Entonces continuaron
su marcha, despacio. Hicieron un reconocimiento del terreno, fueron y
volvieron, hasta que uno de los peones encontró a una mujer de la tribu y la
siguió a una buena distancia, cuando encontró la aldea de la tribu, volvió a
buscar a Fulgencio, haciendo marcas en los árboles para no perderse.
Al llegar el
peón, «el turco» tuvo la sensación de que este hombre traía buenas
noticias y esperó a que hable. Cuando entendió la palabra aldea, se levantó del
tronco en el que estaba sentado, y se reanudó la marcha.
Con mucho
cuidado de no ser oídos y como si fueran fantasmas atravesando el pantano del
bosque llegaron hasta la aldea cubiertos por la oscuridad de la noche y la
densa niebla que no permitía ver más allá de pocos centímetros. Un alarido
desgarrador desde la garganta del «pio'oxonak» pudo escucharse hasta en las puertas del infierno
-¡Nleguaxa!»
-
Y a la alarma de muerte del hechicero, los
peones de Fulgencio se transformaron en demonios. A chuza y facón, a
escopetazos, y hasta con sus propias manos, dieron muerte a todos los tobas que
no entendían lo que estaba ocurriendo. En pocos minutos solo podía escucharse
el llanto de las mujeres y el agonizar de los heridos. El pantano se cubrió de
sangre toba y «el turco» rescató a su mujer de la tienda del hechicero.
Ella lo miró a los ojos que brillaban más aún en la oscuridad, y agradeció al «Señor», a la «Virgen»,
y a todos los santos en los que ya no creía.
Algunas tobas
corrieron como nunca, algunas dejaron atrás a sus niños, pero unos pocos
lograron escapar hasta la provincia de Santiago del estero y nunca más
volvieron. «La Teresita» regresó a la estancia con los peones, Fulgencio y «el
turco». Luego de velar la noche entera, el hombre le preguntó a «la Teresita»
por la niña. La mujer no supo que responder a su hombre y se largó en llanto.
Llegando a
Puerto Iguazú había un hogar de niños que había pertenecido a las antiguas
misiones jesuitas. En el lugar una vieja con ojo de vidrio y muy malos modales
escupe al costado de la puerta…
-Te doy cien
pesos por la niña-
-¿A cuánto la
vendes?- le respondió Grismilda.
-No es asunto
tuyo, ahora vete, hoy mismo la vendo y nunca más regreses por ella-
Con lo que
ganó por la venta de la niña, Grismilda compró una bicicleta porque ya era muy
vieja para montar. Algunos dicen que se quedó viviendo en la selva misionera y
estafando a los pobladores hasta que murió. Otros sostienen que el diablo
decidió cobrarle una deuda y le mandó unas víboras para que la muerdan y apurar
el encuentro.
Pero la niña
fue comprada por una familia aristocrática de la capital. Recibió cariño y
educación hasta que comenzó a demostrar poderes que estaban más allá de la
comprensión de sus padres. Nunca supieron que el primer alimento de la niña fue
la sangre envenenada de los gallos de Grismilda. Pero esa es otra historia…
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