Me daba pavor. Sentía mucho miedo. No podía mover un músculo: me quedaba tieso, inmóvil. Sufría, y notaba cómo se aceleraban mis ideas; me llenaba de dudas y de falsas certezas. No tenía motivos, ni razones lógicas, y buscaba excusas.
Mi corazón saltaba dentro de mi pecho; veía mi vida salirse de control. Las manos y las rodillas me comenzaron a temblar; dejaron de obedecerme también los pulmones, y quizás no tenía control de ninguna extremidad de mi cuerpo.
Cerré los ojos, tomé una buena bocanada de aire y me dirigí temblando hasta mi escondite, dentro del depósito del baño. Tomé la jeringa, la cuchara y el encendedor… puse la aguja en mi brazo; sentí cómo me llenaba de energía, sentí la luz y el calor; una brisa acarició mis ojos, y volví a ser dueño de todo mi ser.
Una música agradable comenzó a escucharse, algo así como un ritmo folk. Recordé muchas cosas de inmediato: el día que la conocí, el día que me besó, la primera noche juntos y, por supuesto, el día de bodas. Fue mágico, aun a pesar de haber sido un día tan largo… ¡Pero cómo disfruté esa noche! Fuimos todo en uno… el nacimiento de nuestra hija.
Y, cuando más lindos recuerdos se me presentaban, comencé a sentir que esa luz se iba atenuando. Recordé el día que la encontré en nuestra cama con él, el momento en que lo apuñalé y el momento en que se cerró esta puerta detrás de mí.

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