jueves, 30 de enero de 2020

La Selva

HORACIO QUIROGA EN EL ARTICULADOR




Desde pequeño, me ha perseguido la muerte y las tragedias familiares. Como niño educado que era, mi mente no encontraba lógica ni razón suficiente para explicar los atentados a mi inocencia, y no me quedó más remedio que buscar, por mis propios medios, una sólida explicación.

La noche era oscura pero estrellada, allá por el mil ochocientos noventa y pico. Mientras el pueblo entero soñaba —quizás con la modernidad—, caminé silenciosamente y envalentonado entre la selva, hasta las ruinas de lo que fuera una misión jesuita en medio de la nada. Allí me senté a pensar y a encontrar la forma de invocar a la muerte para exigirle una explicación. Pero la noche se alargaba y no había forma de comunicarme con ella. Pasé la noche entera en aquel lugar y, al regresar a mi hogar, una lúgubre voz interior me decía que me fuera lo más lejos que pudiera...

Conservaba el espíritu aventurero, a pesar de sentirme viejo por dentro. La ambigüedad consistía en eso: era joven para tantas cosas, y quizás, inconscientemente, mi alma vieja desafiaba a la muerte con sus caprichosas aventuras. Crucé el Atlántico en busca de mí mismo, y lo que encontré no era más que lo que había dejado en la Banda Oriental: los sueños en torno a las ruinas, las historias sobre los jesuitas, mi pasión por la fantasía... Entonces, volví.

Por un tiempo, la tragedia se disfrazó de paz. Llegué a ser adulto por fuera, y lo disimulaba bien. Me bastaba con mi educación, y con la ayuda de nuevas amistades vivía una vida armoniosa en la ciudad. Me dedicaba a lo que amaba y ganaba lo suficiente para darme ciertos lujos. La fotografía me cautivó desde el primer instante: me sugería que, por arte de magia, el tiempo podía detenerse, capturando un momento por el resto de la eternidad. Y quizás sentía que a mi agobiado corazón le hacía bien tener imágenes eternas a su antojo.

No fue más que una sutileza del destino la que me llevó, casi como una forzada invitación, a vivir una nueva aventura. Esta vez, era hacia esta parte del río. Parecía una expedición arqueológica, pero era más bien una misión cultural. Mientras el excelentísimo señor Leopoldo documentaba hasta el último milímetro de las ruinas, mi misión era fotografiar cada detalle, cada contraste, cada luz y sombra. Pero, en definitiva, la expedición era un viaje al pasado. Y quizás, un enfrentamiento con él. Repararlo o demostrarle que, esta vez, yo decido quién se va y quién se queda, quién vive, quién ama, quién crea.

El paisaje me sentó de maravilla. Despertó al niño que vivía en mí, disfrazado de adulto responsable. Nuevamente, sentí el deseo de asentarme en la selva. Al regresar a la ciudad, trabajé incansablemente. ¿Fue por inspiración? ¿Por influencia del viejo Edgar? ¿O de la misma selva? Escribí tanto que la fama me abrió incontables puertas. Gracias a ello, podía volver a sentir la inocencia del niño que regresa a su origen.

Dos años después, contaba con los recursos necesarios. Hice los trámites pertinentes y, con la ayuda infinita de mi buen amigo Vicente, me instalé en una cabaña en contacto pleno con la naturaleza y conmigo mismo. Era como haber hallado la tan anhelada paz.

Y entonces, ella. No era solo una alumna: era la más bella de todas las alumnas. Era Ligeia, Eleonora, Berenice. Su mirada inocente era sublime, y en sus ojos me veía más joven, como realmente me sentía. Cuando sus padres se opusieron, más eterno fue nuestro amor. Ella fue la conquistadora en la jungla, la mujer, la amiga, la madre. El amor fue tan excesivo que dio a luz a Eglé, y con ella… la luz iluminó nuestras vidas.

Así comenzaron a abrirse más puertas. Escribía días enteros en mi canoa, mientras el río me llevaba donde quisiera. Nuevos nombramientos, responsabilidades y más imaginación. En la selva, me encontraba conmigo mismo; en la cabaña, tenía todo lo que me correspondía por derecho. Y al año siguiente, con el nacimiento de Darío, el círculo de la felicidad se cerró.

Había renunciado a dar cátedra, pero no a enseñar. Mis hijos fueron mis mejores alumnos. Darío manejaba armas, canoas, motocicletas, nadaba como un pez, vivía como el recién impreso Lord Greystoke. Eglé, por el contrario, domesticaba animales silvestres, y aunque frágil, podía sobrevivir en la selva.

Pero a mi Ana no le gustaba todo esto. Quizás esperaba atención, o que fueran como los otros niños, aburridos, de colegio internado. Sentía celos: celos de la selva, de la vida, de mis fotografías... Celos enfermizos.

Y no lo soportó más. En pleno verano, bebió hasta el exceso y me hizo sentir la culpa. Durante ocho malditos días, agonizó en mis brazos. Dejé todo para estar con ella, pero no fue suficiente. Mientras en Europa llovían bombas, ella murió en San Ignacio, un miércoles, dejando a su familia huérfana.

Mis hijos, aún pequeños, sabían hacer lo que muchos adultos no, pero no estaban preparados para el dolor. Y yo no podía enseñarles eso. ¿Qué padre enseña a sus hijos a sufrir?

Luego de un íntimo funeral, llevé a Ana al cementerio. Esa noche, recordé todo: la muerte rondándome, la impotencia infantil, la furia. Tomé la escopeta y me dirigí a las ruinas, al altar, a exigirle al destino una explicación.

Allí, en la oscuridad, disparé y grité. La humedad se volvió niebla, la niebla en una silueta demoníaca.

—¿Qué es lo que quieres con tanta violencia? —dijo una voz coral.

Quiero respuestas —respondí.

—¿Cuál es tu pregunta?

—Quiero saber por qué se mueren todos los que me rodean.

La silueta cambió de color:

—¿No lo recuerdas? Este lugar no es para los hombres. Te lo dije de joven: vete. Tú tuviste lo que ningún mortal ha tenido. Tú renunciaste. Tú viniste a enfrentarte a mí...

Recordé. Era cierto. Fui el tonto que no quiso crecer. Así que no pude decir más que:

—Si me voy, no te acerques a mis hijos

—¿O me juras qué? —me interrumpió con amenaza—. Vete ya, y no vuelvas. Si lo haces… seguiré a tu lado.

Decidí empacar y nos fuimos a la capital. Nos instalamos en la calle Canning. Empecé a escribir como nunca antes. Fama, responsabilidades, revistas, diarios, consulado, crítica cinematográfica, hasta escribí un guion. Pero nada fue suficiente. Mi espíritu aventurero…

decidió volver a la selva.




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