🖋️ No era la primera vez que recibía el «Nobel», y ya tenía el «Cervantes», «Príncipe de Asturias», «Hans Christian Andersen», y muchos más. Me habían otorgado medallas de oro en varias editoriales. Tenía la medalla de oro al cuento «Borges», la estatuilla de oro «Las mil y una noches», la medalla de oro al poema «Homero», la medalla teatral «Shakespeare», la estatuilla de oro a la novela «Dickens», y todas aquellas condecoraciones que llevaban el nombre de algún autor célebre. Ganar premios era lo mío, pero mi verdadera preocupación eran los lectores.
Escribí historias pintorescas, llenas de banalidades, proezas absurdas, amores sin sentimiento, aventuras sin héroes, y suspenso sin escalofríos. El mundo estaba lleno de lo que llamaban «mi arte». Las ventas superaban récords año tras año. Generé más ganancias que las compañías discográficas con sus ritmos estridentes y canciones de diez palabras. El año pasado, mis ingresos fueron tan altos que tuve que donar una parte... para poder seguir ganando. El negocio de la literatura me sonreía: parecía la «Madonna» del mundo literario; ella era la reina del pop, y yo, el rey de la literatura.
Para ser el mejor escritor del mundo, y estar vivo, podía decirse que era como una estrella de rock. En cada lugar que me presentaba había flashes, paparazzis, jóvenes gritando y mujeres suspirando. Me invitaban a todas las fiestas, y ningún hotel del mundo me cobraba por hospedarme.
Viajes, premios, y luego a editar el libro del próximo año. Así transcurría mi vida. Como si el rey Midas hubiese tocado mi pluma, todo lo que escribía se convertía en clásico de la literatura, premio del año, entrevistas y demás nimiedades. Ya estaba harto.
Por las noches comenzó a acecharme el espíritu de Julio Verne, y cada vez que me iba a dormir, me susurraba con sonrisa socarrona: “Et ton nom est écrivain?”
No podía continuar con esa pesadilla. Necesitaba hacer algo que valiera la pena. Quería demostrarme a mí mismo que todos los premios los tenía merecidos.
Me senté a escribir y no me levanté hasta tener callosidades en los dedos. Pasé siete días sin comer, sin dormir, sin demostrar que existía. Pero valió la pena. Escribí mi mejor obra. Llamé a mi editor para que la viniera a buscar. Se llevó las hojas, y yo simplemente me acosté… y dormí.
Como era su costumbre, mandó a imprimir sin leer una sola página. Al despertar, todos los medios hablaban del «Fiasco del siglo», «El peor libro de la historia», o «Se terminaron las ideas». El mundo entero se desilusionó. El teléfono no dejaba de sonar. No atendí a nadie. Me sumergí en una botella de licor.
Esa noche, cuando llegó Verne, me miró, sonrió y dijo: “Magnifique…”.
Eso fue todo. Salió… y nunca más volvió.
El mundo no estaba preparado para una novela que incluyera romance, historia, aventuras, acción, suspenso, filosofía, drama, humor...
Y mi obra tenía mil seiscientas ochenta y siete páginas de todo eso.
Mi siguiente novela fue sobre la lucha por la superación personal, centrada en un virus vaginal que se desató en un convento y se volvió una pandemia.
Volví a ganar todos los premios, incluido el flamante «Coehlo de corcho».
Seguir leyendo
Invitar café
Volver a página anterior
No hay comentarios:
Publicar un comentario