El mejor premio del mundo...

EL-COEHLO-DE-CORCHO



No era la primera vez que recibía el «Nobel», y ya tenía el «Cervantes», «Príncipe de Asturias»,  «Hans Christian Andersen» y muchos más, me habían dado medallas de oro en varias editoriales. Tenía la medalla de oro al cuento «Borges», la estatuilla de oro «Las mil y una noches», la medalla de oro al poema «Homero», la medalla teatral «Shakespeare», estatuilla de oro a la novela «Dickens», y todas las medallas que llevaban el nombre de algún autor, ganar premios era lo mío, pero mi preocupación eran los lectores.
Escribí historias pintorescas, de banalidades y proezas absurdas, de amores sin sentimiento, de aventuras sin héroes, y suspenso sin escalofríos.  El mundo estaba lleno de lo que llamaban «mi arte», las ventas se superaban todos los años, generé más ganancias que las compañías discográficas con sus populares ritmos estridentes y canciones de 10 palabras. El año pasado tuve tantos ingresos que tuve que donar una parte para poder seguir ganando. El negocio de la literatura me sonreía, parecía la «Madonna» del mundo literario, ella era la «reina del pop», y yo era el «rey de la literatura».
Para ser el mejor escritor del mundo, y estar vivo, podía decirse que era como una estrella de «Rock», en cada lugar que me presentaba, había flashes, paparazzis, jóvenes gritando, y mujeres suspirando, me invitaban a todas las fiestas, y no me cobraba ningún hotel del mundo por hospedarme en él.
Viajes y premios, luego a editar el libro del próximo año, y así transcurría mi vida, como si el rey Midas hubiese tocado mi pluma, todo lo que escribía se transformaba en clásico de la literatura, premio del año, entrevistas, y demás nimiedades. Ya estaba harto.
Por las noches me comenzó a acechar el «espíritu» de Julio Verne y en cada noche a la hora de dormir, me decía con una sonrisa socarrona «Et ton nom est écrivain?», no podía continuar con esa pesadilla, necesitaba hacer algo que valga la pena, necesitaba demostrarme a mí mismo que todos los premios los tenía merecidos.
Me senté a escribir y no descansé hasta que me salieron callosidades en las yemas de mis dedos, una semana seguida sin moverme de esa silla, siete días sin comer, dormir, o demostrar que existía, pero valió la pena, escribí mi mejor obra, llamé a mi editor para que la venga a buscar, y cuando se llevó todas las hojas me acosté y dormí.
Como era su costumbre mandó a imprimir sin siquiera leer lo que le había entregado, y cuando desperté todos los medios hablaban del «Fiasco del siglo», «El peor libro de la historia» o  «Se terminaron las ideas», el mundo entero se desilusionó, el teléfono no paraba de sonar, decidí no atender a nadie, me sumergí en una botella de licor, y esa noche cuando llegó Verne, me miró, sonrió y me dijo: «Magnifique…»  y eso fue todo, salió y nunca más lo vi volver.
El mundo no estaba preparado para leer una novela en la que hubiera romance, historia, aventuras, acción, suspenso, filosofía, drama, humor y «mi obra» tenía mil seiscientas ochenta y siete páginas de todo eso .   
Mi siguiente novela se trató de la lucha por la superación personal acerca de un virus vaginal que se desató en un convento y se transformó en pandemia. Volví a ganar todos los premios, incluido el «Coehlo de corcho».



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