sábado, 7 de diciembre de 2019

Supersticioso al fin

ESTÁ BIEN TEMER

🧿De niño me asustaban con el “hombre de la bolsa”. Quizás era un señor simpático... nunca lo supe. Desafortunadamente, no llegó. A mí me generaba más curiosidad que miedo:

¿Qué llevaba en la bolsa? ¿Podía usar maleta? ¿Era un hombre sin hogar? ¿Por qué no se quedaba en su casa? ¿Tenía trabajo? ¿Le gustaban las golosinas de chocolate?

Era un niño, me cuestionaba todo, y así fue como nunca lograron asustarme. Todo se resumía en un seco:
Dormite o te doy un chirlo en la cola.

Sin embargo, no puedo negar que tuvo sus efectos secundarios. Crecí creyendo en todo tipo de supersticiones: el mal de ojo, la culebrilla, el empacho, la llorona, el chupacabra, los pitufos asesinos, Mr. T, los juanetes y hasta las patas de gallo.
No era miedo… era otra cosa. No sé, algo inusual, difícil de explicar.

En mi adolescencia, vivía casi de acuerdo a lo que las supersticiones me dictaban. Si conquistaba una mujer en primavera, la relación sería floreciente. Si era en invierno, seguramente fría. Había otros factores, claro: si se pintaban las uñas de los pies, si sabían hacer tortas fritas, si usaban toallitas perfumadas
Todas las mujeres tenían que superar esos obstáculos invisibles para tenerme en sus brazos.

Lo mismo se aplicaba a la escuela. Si la profesora cumplía años en cierta época, podía ser favorable… o no. Si era de diciembre o agosto, los exámenes cambiaban su suerte. Por ejemplo, si me iba mal en cinco seguidos, el sexto tenía que salir bien, así que planificaba mis materias para esperar la sexta oportunidad.

Después, esto se trasladó a cada trabajo que tuve. Si el nombre de la calle era positivo, podía ir bien. Si la altura del domicilio era nefasta, el resultado sería catastrófico. La numerología importaba: si la suma daba número impar, era fracaso seguro. Si era par y mayor que 6, podía ser digno.

Mi vida estaba regulada por señales. Si me enfermaba con luna llena, temía morir. Así que intentaba enfermarme en otras fases. Ante el primer estornudo, miraba al cielo. Si la luna era favorable, me tiraba en la cama a enfermarme tranquilo. Si no, aguantaba unos días hasta desfallecer con seguridad.

Todo esto, claro, era de gran ayuda para el azar. Empecé a apostar según señales cósmicas: si encontraba una moneda, jugaba al treinta y dos. Si veía una caída, al cincuenta y seis.
Pero los números debían tener un seis o sumar seis, de lo contrario, la derrota era fija. Tenía toda una estrategia cabalística.

Luego descubrí el mundo cibernético. Mandaba cadenas de mails: si las reenviaba a cinco personas, los poderes divinos me protegían. Si no, podía morir esa noche. Así que cada noche, me sentaba a reenviar las cadenas de protección como quien reza.

Después llegaron las redes sociales. Le mandaba mi número a Dwayne Johnson, compartía estados de adivinación, imágenes del hijo de puta de la suerte o de la muerte. Para el caso, era lo mismo.

Hoy, se puede decir que soy un hombre mayor. No me quejo de la vida. Nunca terminé los estudios, no tuve continuidad laboral, no me voy a pensionar. Estoy soltero, y vivo debajo de la autopista. Pero cada día disfruto mi vida.

Y como no soy tonto… fui al templo y me bauticé. Uno nunca sabe.