📉No puedo decir que mi problema sea grande, pero puedo afirmar que es serio. Bah... ¿qué problema no lo es? No quiero sonar egoísta, pero el mío puede ser bastante desagradable, y no solo para mí: desafortunadamente, tengo que compartirlo.
La mayoría lo calificaría de “embarazoso”, pero esa palabra no le hace justicia. Más bien, es todo lo opuesto. Puedo decir, sin exagerar, que tengo un problema muy pequeño. No es genético, no es una enfermedad, ni una malformación… es casi una formación.
Ya no me avergüenzo, pero aún siento algo indescriptible. Sí, lo confieso: no tengo un pene, tengo una pena. Sería demasiado generoso llamarlo de otro modo. Es casi imperceptible. La última vez que fui al médico, lo estudiaron con un microscopio.
La primera vez que estuve con una mujer, a oscuras y a punto de experimentar el amor carnal, creyó que la picaba un mosquito en la intimidad. Me arrojó aerosol venenoso (eso sí que arde). Luego me vio desnudo y dijo:
—Te está picando a vos… ¡sos lesbiana!
Y salió corriendo desnuda, gritando, para nunca volver.
Fue doloroso. Con el tiempo me enteré de que en el barrio dudaban si era hombre, mujer, andrógino o engendro. Como nadie se me acercaba, llegó un punto en que tuve necesidades masculinas, y para masturbarme necesitaba una pincita de depilar... y una lupa.
Busqué ayuda por todos lados: hospitales, doctores, Internet. Probé con productos químicos, naturales, incluso con el Flautista de Hamelin. Nada. El mejor cirujano del mundo me dijo que la mejor opción era el cambio de sexo. Un día probé inyectarme uranio... no creció, pero empezó a explotar.
En mi matrimonio, todo fue peor. Cada vez que teníamos relaciones, mi esposa no llegaba al orgasmo... porque le daban cosquillas. Lo intentamos de muchas formas. Hasta que algo cambió: ella empezó a aprovechar ese momento para hablar por teléfono. Cuando yo la miraba a los ojos, decía:
—¿Ya terminaste?
—No había empezado...
Para ella, tener relaciones conmigo era ganar tiempo. Mientras yo estaba “ahí”, ella aprovechaba para hacer otras cosas. Una vez, perdió el escarbadientes y usó mi miembro para limpiarse los dientes. Así fue mi primer sexo oral.
En la desesperación, compré vibradores, consoladores, incluso uno con arnés. Pero las instrucciones estaban en chino… me lo puse al revés. Sentí algo increíble. Ella no. Hasta que aprendí a usarlo. Cada vez quería más. Terminé comprando un matafuegos. Ahí se calmó.
Ella me ama, aunque se consiguió dos amantes (porque le daba vergüenza tener solo uno). Nunca me reprochó nada, ni siquiera que salpicara el inodoro. Por eso la amo. Una vez tomé un viagra… me miré y parecía un fósforo. La llamé:
—Mi amor, me tomé un viagra. En cinco minutos llego.
—Te espero en cuatro —me dijo. Tuve que apurarme…
Ella siempre decía que yo tenía la silueta de una estatua griega. Le respondía que en la Antigüedad, era bello tener el miembro pequeño. Por eso las estatuas eran así.
Ella sonreía y decía:
—Mi amor... también estaba bien visto tener relaciones entre hombres. Y ni Cupido la tiene tan chiquita.
Harto de la miseria y las burlas, llamé a los del Récord Guinness. Vinieron. Me examinaron. Hicieron todo lo necesario. Pero no pudieron medirlo…
No tenían cómo registrar medidas menores al milímetro.