📚En mi juventud, no fui solo un incomprendido —aunque a la RAE le moleste—. Había aprendido de un señor llamado Voltaire que, cuando las leyes son injustas, lo correcto es desobedecerlas. Y así, por mucho tiempo, me dediqué a estar en contra. Pero en mi época, cualquier engendro podía estar en contra de cualquier cosa, y como yo no iba a ser menos, llegué a estar en contra hasta de estar en contra.
Entraba a la peluquería y decía:
—No me quiero hacer un corte—.
Y luego me lo hacía yo mismo, frente al espejo. Así funcionaba mi vida.
En un momento encontré una mujer que creí podía ser mi compañera. Me hablaba de amor, y entonces, con la voz más rebelde que me salía, le decía con toda convicción:
—No quiero enamorarme—.
Acto seguido, teníamos relaciones extremadamente rebeldes, en contra de todos los mandatos sociales.
Intenté con la música, pero aprendí demasiado. Se puso de moda el punk, y descubrí que no hacía falta saber música para tocar. Luego vino el hip hop, y aprendí que ni siquiera hacía falta tocar para hacer música. No me quedó más remedio que dedicarme a otra cosa.
En mi búsqueda, necesitaba elevar mi mente, aprender lo suficiente como para tener una idea de lo que quería hacer con mi vida. Sabía que mi destino era el arte. Probé con la escultura, pero ni siquiera pude preparar bien el yeso. Intenté con la pintura, pero no me salía ni copiar un dibujo abstracto. Luego vino la danza, y tendría que escribir otra historia para relatar semejante fracaso estrepitoso. Nada de eso era para mí...
Fue entonces que mi padre me dio el mejor consejo de su vida:
—Si no servís para nada, andá al psicólogo a ver qué estupidez tenés—.
No puedo explicar el giro que eso le dio a mi existencia.
Empecé a hacer terapia. Organicé algunas cosas, pensé con claridad, me deshice de malos hábitos, adquirí otros… y en cada sesión llevaba anotado, en mi cuaderno, todo lo que había hecho en la semana. Así descubrí que las letras tenían un atractivo especial para mí. Empecé a leer a los grandes filósofos, tomar notas, razonar, escribir.
Y la luz llegó. Lo que padecía —eso de rebelarme contra la rebelión— no era otra cosa que el Síndrome de Chacho Álvarez. No, no es mi nombre. Ese señor fue el primero. Estaba tan en contra del sistema que fundó un partido político... y luego renunció después de ganar. Todo un ejemplo de liderazgo involutivo.
Así conocí mi pasión por las letras. Devore libros de autores que no solo hicieron historia con sus relatos, novelas, cuentos, obras de teatro, y poesías, sino que además me fascinaron por su vida, su narrativa, su prosa, hasta por las portadas.
Comenzó mi aventura literaria. Escribí de todo: ensayos, textos científicos, tesis, cuentos, poesía, artículos, y hasta novelas. En mis textos había de todo: romance, aventura, acción, comedia, misterio, crimen. Mi mente no tenía límites. No podía parar de crear contenido.
Me faltaba algo más: concursos. Me presenté en la editorial Losada, Bruguera, Argolla... en casi todos los concursos, algo mío estaba ahí. Recibí comentarios variados: “Genio”, “Trovador”, “Imberbe”, “Ingnoto”, y mi favorito: “Tomatelas”. Para mí fue suficiente.
A pesar de todo eso, no gané ni uno, ni por sorteo. Los concursos no eran aptos para mis escritos. Pero yo ya estaba enamorado de las letras. La literatura era mi vida. Era lo mejor que me había pasado. No podía concebir la existencia sin las letras. Y como no las quise abandonar...
Me hice crítico literario.