viernes, 8 de agosto de 2025

Comportamiento Humano Volúmen 2.0

 



Juan siempre había sentido que su vida estaba hecha de repeticiones. No las simples rutinas diarias, sino ciclos más profundos, como si su historia personal siguiera un patrón que otros ya habían vivido antes. Sus estudios lo habían conducido a Giambattista Vico y a su idea de corsi e ricorsi, esos ascensos y retrocesos que moldeaban no solo a las sociedades, sino —creía él— también a las personas. El recuerdo de su primer amor, Guadalupe, parecía ser uno de esos ciclos inevitables: volvía una y otra vez, con la fuerza de un río subterráneo que se niega a secarse e inunda la memoria y el corazón, que nunca deja de saltar en su pecho.

Con los años, Juan entendió que no era solo la nostalgia lo que lo llevaba de regreso a Guadalupe. Era, quizá, lo que Leon Festinger llamaba la “comparación social”: medía todas sus relaciones presentes contra aquella primera. Guadalupe era su punto de referencia, la vara con la que —consciente o no— evaluaba cada gesto, cada beso, cada silencio.

Pero la memoria es una ilusionista talentosa. Había olvidado las discusiones y los desencuentros, recordando en cambio las tardes infinitas en la plaza, la risa compartida bajo la lluvia, los abrazos que parecían respuesta a todas las preguntas, las escaleras sofocantes que hervían con sus besos. Esa idealización, comprendió después, no era inocente: estaba hecha de carencias y de la sensación de que algo había quedado inconcluso.

Un día, mientras estudiaba a Schopenhauer y a Fromm, Juan encontró la idea que lo sacudió: el amor no es un regalo caído del cielo, sino un arte que exige disciplina, paciencia y trabajo sobre uno mismo. Las personas incompletas no pueden amar al prójimo porque no saben amarse a sí mismas. En cambio, creen que intentan tener una relación romántica mutua con sus semejantes y, cuando fallan, responsabilizan a la sociedad para no aceptar sus propias falencias. Por eso, todos ellos llegan al final de sus días en soledad.

Quizá, pensó, Guadalupe nunca dejó de ser importante porque con ella nunca había llegado a construir ese amor maduro; se habían amado como se ama a los quince o a los veinte, con intensidad, pero sin el desarrollo pleno de la personalidad que Fromm exigía para que el amor durara.

La vida, como la historia de Vico, le ofreció a Juan otro ricorso. Una tarde, en una librería, la vio: Guadalupe, con algunas canas y la misma sonrisa luminosa. Conversaron como viejos amigos. Él notó que ya no buscaba en sus palabras la confirmación de un mito; tampoco comparaba lo que ella era con lo que él recordaba. La charla terminó con un abrazo breve, tibio y sincero.

Al salir, Juan comprendió que el ciclo se había cerrado. Todas esas pasiones que había vivido con diferentes mujeres no habían sido más que parte de un proceso que ese día llegó a su fin.
Había recuperado a Guadalupe, no en el sentido de poseerla, sino porque había aprendido lo que debía aprender: que el amor verdadero no se mide contra el pasado, sino que se construye en el presente, con el trabajo constante de dos personas completas. Y aunque su primer amor siempre ocuparía un lugar especial, ya no era un eco que lo ataba, sino una melodía lejana que lo había ayudado a afinar su propia canción.

Aunque una esquina caprichosa del destino los desencontró, él seguía amándola como aquel 6 de diciembre de 1994. Y sabía que no había perdido la esperanza de encontrar la forma de terminar su vida en sus brazos. Porque él es un fiel creyente en el amor y en la historia.


Nota: Juan y Guadalupe son los nombres que ella eligió en un sueño hace muchísimos años. Esta es la segunda historia entre estos personajes. Es probable que la lógica acompañe estas letras y en verdad, la historia no esté completa. 

El editor.

miércoles, 6 de agosto de 2025

Comportamiento Humano Volúmen 1.9


 Él la amó con la devoción de un girasol que persigue el sol. Su amor era una ofrenda diaria, un ritual de poemas susurrados en su piel y desayunos en la cama. Para Lucas, el mundo era un tapiz de emociones puras, y Lía, el hilo de oro que lo había tejido por completo. La veía como la musa de sus versos, la heroína de una novela que solo él podía escribir, una mujer de risa cristalina y ojos que prometían amaneceres.

Lía, sin embargo, era un mar picado, un abismo de aguas turbulentas que reflejaba un cielo que no le pertenecía. Pretendiendo ser una víctima de sucesos que ella misma había creado. Vivía en la certeza de que el mundo era una transacción, una serie de intercambios donde cada sonrisa tenía un precio y cada caricia, una deuda. Usaba sus labios para obtener favores si discriminar a quien se los pidiera. Sus valores no eran brújulas, sino anclas lanzadas en aguas revueltas; se aferraba a la supervivencia, a la gratificación instantánea, y no a la paz del puerto. Aceptaba los poemas de Lucas como si fueran una moneda más en su cofre, una muestra de poder sobre un corazón que se le había entregado sin pedir nada a cambio.

Lucas le construyó un jardín de promesas, un santuario de fidelidad y ternura. Lía lo habitaba, sí, pero con la conciencia de una intrusa, siempre a punto de derribar los muros. Cuando Lucas hablaba de futuro, de una vida juntos, ella asentía con la misma facilidad con la que mentía sobre dónde había pasado la noche. Sus manos se entrelazaban con las de él, pero en su mente tejía planes de escape, de nuevas conquistas, de vidas paralelas que solo ella conocía.

Su amor era una danza macabra. Él la idealizaba, y ella se complacía en la idealización. Él le ofrecía su alma, y ella le tomaba la mano. Lucas no veía las fisuras en la máscara de Lía; solo percibía la belleza en la superficie. Y ella agotaba sus herramientas más del arsenal de manipulación. Veía su silencio como misterio, cuando era la ausencia de verdad.

Hasta que la tempestad se desató. Los secretos de Lía, como barcos varados, comenzaron a emerger. No fue un gran estruendo, sino un goteo lento, una serie de pequeñas traiciones que, al sumarse, formaron un diluvio. Lucas, con su corazón de girasol, se encontró de repente sin sol que perseguir. Vio que la mujer que amaba no era el hilo de oro que tejía su mundo, sino el hilo de una madeja que había usado para atraparlo y aparentar frente los ojos de los que ella quería ser juzgada.

En el final, no hubo gritos, ni reproches. Solo un silencio pesado, el que se asienta en un jardín después de que un huracán ha arrancado todas las flores. Lucas, con el alma hecha pedazos, se dio cuenta de que no había amado a Lía, sino a un fantasma que él mismo había creado. Y Lía, sola en el caos que había sembrado, no sintió arrepentimiento. Solo percibió un vacío, una fugaz sensación de que, quizás, había roto algo. Y ese fue su único momento en el que pudo aprender a valorar lo mejor de su vida, pero no lo consiguió.

Siguió consagrada a las amistades falsas, a su amigo borracho, el ignorante, la que le encajaba hijos a su marido y todos los deshechos sociales que pudieran festejar cada una de las maldades que ella podía contarles con orgullo